Jean Monnet consideraba que la construcción de Europa siempre avanzaba a golpe de crisis. Lo mismo podríamos decir de la educación en nuestro país. Tal como los partidos políticos han ido alternando el poder, así han surgido nuestras leyes educativas que, no podría ser de otra forma, han dado lugar a desavenencias, disputas y encontronazos entre las derechas y las izquierdas.

Desde 1970 ha habido una serie de cambios educativos que no han surgido de un mínimo consenso, ni político ni social, y que han conducido irremediablemente hacia un desprestigio de la educación, una devaluación de los contenidos y unas aguas revueltas donde han sabido pescar pedagogos y charlatanes en beneficio propio. Ocho leyes educativas (LGE (1970), LOECE (1980), LODE (1985), LOGSE (1990), LOPEG (1995), LOE (2006) y LOMCE (2013), LOMLOE (2020)) atestiguan la politización educativa y la falta de entendimiento entre posturas irreconciliables. Y hoy más que nunca sería necesario una reflexión profunda y madura de todos los agentes educativos sobre el camino que llevamos y cuáles deberían ser las metas, ya no a corto sino a medio plazo. Si en otros países europeos lo han hecho, ¿qué sucede en el nuestro que es tarea imposible?

A través de esta sopa de letras legislativa se han buscado soluciones a problemas complejos partiendo de la simple ideología, sin matices. No se ha sabido ver la realidad, que siempre está repleta de aristas, y se han tomado decisiones que contentaran a los “nuestros”, en contraposición con los “otros”, que materializan a un enemigo que a nivel político da enormes réditos. Esta polarización, acentuada en estos tiempos por las redes sociales, lastran una modernización de la educación y provocan un gran hastío a todos aquellos que observamos la degeneración de las instituciones educativas sin que las autoridades hagan nada para evitarlo. Sin una mesa de diálogo y un consenso mayoritario entre las fuerzas políticas repetiremos una y otra vez todos los errores del pasado, ese baile de siglas de los últimos cincuenta años. Porque, ¿alguien duda de que la LOMLOE, la ya denostada Ley Celaá, durará un día más que el siguiente cambio político de gobierno? Y eso si no la echa para atrás el Tribunal Constitucional antes de las siguientes elecciones.

Tal como está la educación en nuestro país, con sus aciertos y sus múltiples errores, no deberíamos permitirnos un rumbo trazado por tendencias políticas de ningún signo. Un ejemplo de la urgencia de lo que digo se puede encontrar en el muy recomendable libro de Edu Galán “El síndrome Woody Allen” (Edit. Debate, 2020). En uno de sus capítulos nos habla de las universidades, de cómo los niños hiperconsentidos de esta generación de padres helicóptero han llegado a la educación superior y han trasladado a ésta la infantilización y la irracionalidad.

“La infantilización del universitario, y el estatus hacia el que está evolucionando en el mundo de la educación superior (menos estudiante que consumidor) – dice Caitlin Flanagan, escritora estadounidense –, es alguien cuyos caprichos y afectos (políticos, sexuales, pseudointelectuales) deben ser constantemente apoyados y defendidos. Para entender este cambio, ayuda pensar en la universidad no como una institución que busca objetivos educativos, sino como el resort con todo incluido en el que se ha convertido en los últimos años”. Flanagan hace referencia a la universidad americana, pero ya son muy evidentes los síntomas de que todo esto empieza a calar en las instituciones de este lado del Atlántico. Y no nos podemos permitir que esta deriva continúe bajo el auspicio de leyes redactadas de forma autoritaria sin un debate previo y un mínimo consenso que permita su viabilidad durante un largo período de tiempo. Y eso sin entrar en las estadísticas de abandono o fracaso escolar que muestran las cifras en los últimos años.

El Congreso de los Diputados ha aprobado esta nueva ley (en realidad, una modificación de ley), gracias al pacto entre las fuerzas del Gobierno y los partidos nacionalistas (lo cual, evidentemente, es legítimo). Esto provoca que uno de los mayores cambios sea una descentralización que no contenta a un gran sector de la sociedad. La eliminación de la mención del castellano como lengua vehicular es uno de los grandes puntos de desacuerdo entre una larga lista de cambios polémicos que realmente contenta a bien pocos. Las principales medidas que contiene el texto aprobado no han hecho más que echar leña al fuego y caldear unos ánimos en un momento de inestabilidad e incertezas que necesitaba de todo lo contrario.

No deseo valorar los cambios recogidos por la nueva ley, porque el sentimentalismo que rige la sociedad actual (recomendable a este nivel la lectura del libro de Theodore Dalrymple, “Sentimentalismo tóxico”. Alianza Editorial, 2016), nos conduce a declaraciones sin un mínimo de reflexión previa basadas en prejuicios. Me tomaré mi tiempo para la lectura sosegada de aquellas medidas que a priori contradicen el sentido común y en las que creo que el gobierno se equivoca. Otro será el momento de analizar con profundidad esta nueva ley y ver los pros, que los tiene, y los contras (excesivos en una mera lectura superficial).

Lo realmente triste es saber, sin lugar a dudas de ningún tipo, que esta ley, desde el momento de su nacimiento, tiene los días contados. Será una ley más, efímera y evanescente, que añadirá desconcierto a las familias sin solucionar ninguno de los problemas que entorpece la educación de sus hijos. Un nuevo término que añadir a la sopa de letras y un ejemplo de lo que Mauricio-José Schwarz denomina “la izquierda feng-shui”, esa nueva tendencia del progresismo que se aleja del camino de la razón y del entendimiento con las demás fuerzas sociales.

Leía un tweet hace escasos días que decía: “mejorar estadísticas por ley sin gastar gran cosa. Eso es la Ley Celaá”. Resume perfectamente el porqué. El motivo de una nueva ley no es la mejora del sistema (reducir, por ejemplo, las repeticiones de curso no solucionarán nada), es maquillar la realidad para conseguir rentas políticas. Sin diálogo con profesores, familias y expertos en educación, la ley, cualquier ley, será como las manzanas del Mar Muerto que, según Flavio Josefo, se deshacían como cenizas.

Otra ley efímera.