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Steve Jobs presentó el MacBook Airen 2008.Reuters

Esperando a John Frum

En Tanna, una isla del archipiélago de Vanuatu, en el Pacífico Sur, los hombres desfilan cada 15 de febrero con palos al hombro como si fuesen fusiles. Los jóvenes se pintan las letras USA en el pecho, de rojo sobre su carne morena. Se izan banderas de Estados Unidos y algunos ancianos visten guerreras azules. Todos rezan por el regreso de John Frum. Anhelan el día en que pise nuevamente sus playas, cargado de regalos.

Los cultos del cargamento florecieron por toda Melanesia y aún permanecen. Se originaron en los primeros contactos con viajeros occidentales. Sus barcos anclaban en aquellas aguas con las bodegas rebosantes de artilugios y mercancías fantásticas. Incluso a los náufragos los rodeaba el asombro. Durante la Segunda Guerra Mundial proliferaron los destacamentos. Esas bases eran aprovisionadas mediante aviones, con pistas de aterrizaje o desde el aire. Los nativos pudieron observar aquel trasiego. En ocasiones establecieron el comercio de trueque. Cuando el conflicto concluyó y las tropas se replegaron, pudieron apropiarse del material que habían abandonado.

El mecanismo religioso se condensa en estos cultos del cargamento, que han sustituido o complementado a las antiguas creencias. El mito establece un relato coherente articulando fenómenos que no alcanzamos a explicarnos, ya sea la creación del universo o nuestra propia existencia. El ruido de los motores de un avión adquiere así la misma trascendencia que una aparición divina, precediendo al milagro. Las cajas caen del cielo con sus tesoros sobre los cocoteros como el maná sobre el desierto del Sinaí. El paracaídas se erige en columna de nube y fuego que guía por el camino.

Cada culto del cargamento ha adquirido características específicas según la isla. Nunca sabremos quién fue John Frum en Tanna. Probablemente un militar que se presentaba como “John, from América”. Tal vez un isleño que proclamó su buena nueva, disfrazado, para que sus paisanos abandonasen el cristianismo que los había contaminado y retomasen las viejas costumbres. Pudo ser una estratagema racional o una visión producida por el consumo del kava. Poco importa. La conmemoración de John Frum proporciona a los tanneses el mismo consuelo que Jesucristo a sus devotos. Ambos depositan su esperanza en su retorno mesiánico.

Nietzsche, a quien se ha malinterpretado, soñaba con un ser humano adulto, que edificase su propia moral tras haber asesinado a Dios. Pero Dios, aunque no exista, tampoco ha muerto. Lo seguimos modelando en cada tiempo a nuestra imagen y semejanza. No importa a qué profundidad penetre nuestro conocimiento, que ya alcanza del quark al cuásar. Nos seguimos sintiendo huérfanos. Necesitamos a Dios al otro lado de los agujeros negros y al otro lado del último latido.

Sostiene Ricky Gervais que la única diferencia entre un cristiano y un ateo es que el ateo, de todos los miles de dioses que la humanidad ha imaginado en el transcurrir de los siglos, cree en uno menos que el cristiano. Pero hasta el ateo, el agnóstico, el descreído y el no practicante demandan ese confort de cobijarse en un regazo. Dios no es siempre una entidad difusa y misteriosa. Podemos predicar la patria y el mercado. O idolatrar a una persona, vale igual Stalin purgando a los heterodoxos que Steve Jobs asiendo una tablet como nueva tabla de la ley.

“Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”, escribió Arthur C. Clarke. No existe demasiada diferencia entre los habitantes de Tanna, esperando a ese pájaro metálico que alumbre de su vientre maravillas, y los que confían su felicidad al vaivén de las criptomonedas. Todavía somos niños que sollozan por un padre que los acompañe de la mano y les prometa el paraíso. Mirando al horizonte, seguimos esperando a John Frum.

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