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¿Saboteador? ¿Quién, yo?

Imagen del bombardeo sobre Pearl Harbor. FDV

Todo está en los libros. Sobre todo, en los de historia. Hablando en plata –que, a fin de cuentas, es el verdadero idioma universal–, en 1939 un Japón desatado se esforzaba por anular cualquier interés extranjero sobre la jugosa economía china. Y aunque el entonces primer ministro británico Neville Chamberlain, que bastante tenía con el panorama europeo, parecía dispuesto a aceptar el estatus que Japón se había arrogado sobre China, en Estados Unidos Franklin D. Roosevelt se negaba rotundamente a abandonar China a su suerte. ¿Por razones de orden democrático? ¿De justicia social? ¿Humanitarias, tal vez? Ni mucho menos… La preocupación que Roosevelt sentía por China venía dada por las mismas razones de siempre: un inmenso interés económico.

Esa fue la razón de que, en septiembre de ese mismo año, el presidente estadounidense prohibiera el envío de hierro y acero a Japón, hiciese un nuevo préstamo millonario al gobierno de Chiang Kai-Shek para que pudiera rearmarse y, además, aconsejase a los ciudadanos americanos residentes en Extremo Oriente el inmediato regreso a los EE.UU. Nos suena, ¿verdad? Pues ya verán lo que sigue...

Unos meses más tarde, en junio de 1940, París ha caído, y desde Washington observan con inquietud el avance de Hitler sobre Europa. ¿Qué será lo siguiente? ¿Gran Bretaña? Una posibilidad sencillamente inaceptable… Si por su presidente fuese, los Estados Unidos entrarían en combate de inmediato, pero Roosevelt tiene un problema al respecto: él es de los pocos estadounidenses que realmente lo desean. La mayoría de sus paisanos aún recuerdan los muertos y los mutilados de la Gran Guerra como para verse de nuevo metidos en otra contienda que, al pueblo, ni le va ni le viene. Pero sí al gran capital americano…

Porque, no lo olvidemos, al peligro nazi había que sumarle una más que preocupante expansión del imperialismo japonés en Asia y el Pacífico, una zona del mundo en la que Estados Unidos tenía demasiados intereses: además de China, también estaban Filipinas, Hawai, Midway, Aleutinas, Wake… Ayudar a la vieja Europa estaba muy bien. Pero ayudarse a uno mismo está mucho mejor. Roosevelt –que en la campaña para su reelección había llegado a asegurar que los hijos de las madres americanas nunca más volverían a ser enviados a combatir en tierras extranjeras– seguía necesitando una excusa para entrar en el conflicto... Y, por fin, la encontró.

En mayo de 1940, la Inteligencia americana logró acceder al código de encriptación japonesa. Un año más tarde, y gracias al desciframiento de las máquinas PURPLE –una versión de las famosas ENIGMA adaptadas para la comunicación japonesa–, los servicios secretos de Roosevelt estaban al tanto de hasta el más pequeño proyecto nipón. Sumémosle a esto el hecho de que en enero de 1941 el embajador americano en Tokio, Joseph C. Grew, descubre un plan japonés para atacar Pearl Harbor en caso de “dificultades entre Japón y Estados Unidos”. Y, por si todo esto no fuese bastante, ya en noviembre de ese mismo año, la Inteligencia estadounidense intercepta un nuevo mensaje, esta vez dirigido a la embajada japonesa en Washington, en el que el alto mando nipón ordena que el próximo día 7 de diciembre, a las 13:00, se proceda a la destrucción de cualquier documentación comprometedora, incluyendo su propia PURPLE. Por supuesto, esto no podía significar otra cosa: ese día, en algún punto del Pacífico, a las 13:00, hora de Washington, Japón procedería a atacar algún enclave americano. Las opciones eran varias, pero, vista la disposición de las naves amarradas en Pearl Harbor, hasta el más limitado estratega adivinaría dónde se iba a producir el ataque… Como así fue.

Al día siguiente, el 8 de diciembre de 1941, el Congreso estadounidense votó la declaración de guerra. Lo que Roosevelt había estado buscando desde el primer instante. Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial, jugó un papel determinante en la victoria aliada y, de paso, salió del conflicto sensiblemente enriquecido. Eso es historia, y hoy tampoco estaría de más recordar que, tal como años más tarde demostró y denunció el contralmirante R. A. Theobald, en el ataque a Pearl Harbor hubo dos culpables: los japoneses, por supuesto; pero también el gobierno americano, que, teniendo toda la información al respecto, no hizo nada por impedir un ataque que, a fin de cuentas, le resultaría más que conveniente para sus intereses.

Esa es la historia, y esta ha sido siempre su manera de actuar: la búsqueda de la excusa, muchas veces a través del sabotaje, oportunamente real o, si es necesario, autoinfligido. Todo ha valido siempre con tal de obtener la excusa deseada. Ya fuera el hundimiento del Maine, Pearl Harbor, el World Trade Center o, hace un par de semanas… ¡Oh, vaya, creo que he alcanzado la longitud máxima de mi columna!

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