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De la procesión del Cristo y el pendón de Manquiña

Manquiña en una clase, probablemente hablando de la grandeza de Dios. / FDV

Que se le haya propuesto a comediante tan sonado, persona tan querida y vigués tan recalcitrante como Manquiña llevar este año el Pendón del Cristo, me parece decisión digna de aplauso. No es por nada que “del Cristo de la Victoria” sea uno de sus apellidos. Ya me lo imagino erguido y rozagante, poniendo pose de galán almidonado y caminando bajo el pendón con una magnificencia verdaderamente regia. Está bien que lo vayan portando no solo los políticos de turno sino otros como los representantes del comercio cual fue en Vigo el licenciado Lorenzo Morales, autores predilectos como García Teijeiro o las celebridades del arte dramático más encomiadas como el mismo  Manquiña. Acabo de leer un artículo de la procesión del Cristo que desfiló por Vigo en 1854 ”con la pompa y lujo de una Corte”, según señalaba el cronista local, y en esa línea me gustaría que procesionara Manquiña, que no sé si cree en Dios pero sí a ciegas en el Cristo, y que bien merece ese día ser el Pendón Mayor de Vigo por lo mucho que nos hizo reír con sus revelaciones cáusticas y murmuraciones despiadadas cuando se sube a un escenario a acribillarnos de sarcasmos y barbaridades que los demás se creen que inventa pero reproducen su íntimo ser.

Yo, para las cosas de fe y pensamiento mágico como los oficios religiosos, soy partidario de pompa y boato. Como para las de la realeza. A Manquiña lo haría desfilar este Cristo próximo acompañado de un sacristán con vara de palo y dos monaguillos con dalmáticas azules y encarnadas de rayas, sin que faltaran campanillas repiqueteadas a compás, como se describía en aquella fantástica procesión del Corpus en Madrid aquel año 1623, cuya lectura cayó en mis manos. Él es muy destemido en el vestir, siempre encorbatado hacia el lado diestro pero yo le instaría como pendonero a vestir ese día como los lindos, los alechugados, los engomados, que así se llamaba en aquella Edad de Oro que tanta fama trajo a España  a los hidalgos de gotera con espada de perrillo.

Pena que de fe no andemos sobrados en estos tiempos convulsos en que las iglesias se ven sustituidas por centros comerciales y el consumo de Dios por otros de más baja estofa; tiempos en  que no queda apenas nada de aquella opulencia conventual de antaño que nutría las grandes procesiones. Si así no fuera, yo haría caminar a Manquiña precedido de atabaleros y trompetas, seguido de 17 pendones de cada una de nuestras parroquias y, en medio de ellos, el alcalde Caballero bajo palio saludando al pueblo llano a diestra y siniestra y ostentando honoríficos blasones como máxima autoridad civil, sin desdoro por ello del obispo, al que no le viene la suya de la vulgaridad cochambrosa y fluctuante  del voto sino de más elevadas, mágicas y magnificentes instancias. ¡Qué pena que no tengamos apenas Mercenarios Descalzos, Trinitarios, Recoletos, Agustinos o Carmelitas Descalzos; qué pena que no dispongamos de Jerónimos, Basilios o Bernardos que pudieran ese día del Cristo dar mayor empaque procesional, liberados de sus austeridades penitenciales.

Creo yo que en este tren rápido en que cruzamos el camino de la vida, bien está que, en vez de hacer las cosas relacionadas con el Más Allá entre mugrientos farolillos, las revistamos de magia indumentaria y formal que las distancie de las bajezas cotidianas. No digo que, como antaño, sigan a Manquiña damas de palacio cargadas de joyas y de flores, de plumas, lechuguillas y toca; ni de damas de distinguidas mancebías como él seguro que quisiera por su condición de comediante, No digo que tal cosa tome proporciones sinodales pero sí que nuestra procesión mayor, la del Cristo, tenga la reverencia que se merece y a quien porta su pendón, Manquiña en este caso, se le concedan ese día las máximas indulgencias.

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