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El alma de las estatuas

Unos operarios se disponen a trasladar la estatua de Isabel I en Bogotá. EFE

Una furia de piquetas y sogas se alza contra las estatuas. Pueblos indígenas, por ejemplo, que derriban la efigie de sus conquistadores. Les agravian esos ceños fruncidos y esos mentones altaneros, congelados en bronce o mármol, que aún los observan con desprecio desde sus pedestales cuando pasean a su alrededor por las plazas. Las estatuas ilustran un relato oficial que rechaza o ignora a los vencidos.

Este frenesí iconoclasta, aunque se comprenda, peca de exceso. Se reescribe con la misma tinta gruesa. La conquista cundió muchas veces gracias al conflicto entre los propios indígenas. Tan opresores eran los méxicas como los castellanos y a los incas los desangraba su guerra civil. Los propios descendientes de los colonizadores acusan del genocidio a los descendientes de los que jamás abandonaron su hogar europeo. Se juzga además desde una perspectiva actual a quienes se comportaban como el siglo que les tocó. Erigirán sus propias estatuas, que otros removerán. En Budapest, han reunido los monumentos comunistas en Memento Park. Ya se sabe que la historia no es tanto el compendio inamovible de unos hechos como su mudable interpretación. Nada más impredecible que el pasado.

A mí me importan las estatuas; no su arte, sino su dolor. Porque las estatuas no son un resumen de aquel que retratan. Poseen un alma que se conmueve a la intemperie. “El príncipe feliz” era mi cuento infantil preferido. Ese príncipe de oro, zafiros y rubí observa las injusticias de la ciudad, que sus cortesanos le ocultaban cuando vivía en carne y hueso. Le pide a una golondrina que lo vaya despojando de las joyas que lo adornan para repartirlas entre los necesitados. La golondrina muere de frío, por no emigrar en invierno, y a la estatua la funden a causa de su deterioro. A ambos, el pájaro exangüe y el corazón de la estatua, los eleva un ángel a la gloria divina.

Unos operarios se disponen a trasladar la estatua de Isabel I en Bogotá.

Unos operarios se disponen a trasladar la estatua de Isabel I en Bogotá. EFE

Yo no creo en Dios ni en fantasmas, pero sí en una cierta resonancia de lo que ha existido. Muchas generaciones de niños vigueses han cabalgado sobre el oso del Castro, que es la estatua más gozosa que conozco, incluso aunque de vez en cuando lo pintarrajeen y le hayan cercenado el hocico. Miles de instantes de dicha han pulido su piedra. Lo impregnan las risas de los cumpleaños y las mañanas de domingo. Se ha calentado al amor de los padres que le subían a sus pequeños a horcajadas. Ha protagonizado las aventuras que ellos imaginaban sobre su lomo. Ninguna estatua impoluta en su museo, reproducida en los catálogos y admirada por los turistas, ha experimentado tanta alegría.

Así que hay estatuas adustas y estatuas amables; estatuas de homenaje y de reproche. Y estatuas que aún deben esculpirse. Robespierre es el único de los grandes actores de la revolución sin estatua en Francia. Ni siquiera en Arras, su pueblo natal. Dirán que por artífice del Terror. Es, en realidad, porque a la postre perdió. A Robespierre lo guillotinaron aquellos que habían compartido comité con él y a cuyos desmanes planeaba poner freno, muchos de los cuales medraron después con el Directorio, el Consulado y el Imperio. Más sangre en sus manos tenían ellos. Y en la aritmética de la muerte descolla Napoléon, cuya ambición provocó millones de víctimas.

A Robespierre lo arrebató ciertamente la pasión revolucionaria. Persiguió a los disidentes. Exigió a todos su misma santidad incorruptible. Quizá ese Robespierre no merezca una estatua. Pero sí el joven abogado que defendía a los menesterosos; el que proponía la abolición de la pena de muerte y reinventó la democracia. No la de quien acabó siendo, sino la de quien había sido y pudo ser; esa sería, como el príncipe y el oso, una estatua con alma.

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