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Quiques

El amor nos salva y nos condena. Es un mecanismo evolutivo que se nos ha disparatado. Solo debía facilitarnos la reproducción y el sustento. Se ha convertido en el tejido sobre el que nos alzamos, como el micelio que tapiza los bosques conectándolo todo. El amor es hoy milagro y rutina, poesía y política, reacción fisicoquímica y refugio del alma. El amor atañe al quark más humilde y a la estrella más voraz. Vincula este ahora y este aquí con la eternidad y el infinito. El amor lo impregna todo por osmosis, incluso en su aparente ausencia. Aquel impulso de un protozoo hacia otro, mientras nadaban en el caldo primigenio, ya fue amor. Lo será nuestro último pensamiento antes de extinguirnos.

Existen amores de diario y amores de domingo y fiestas de guardar; amores que se regalan y se negocian; amores que persisten en la distancia y amores que se pudren con la presencia; amores por genética, por elección y por destino. Hablo de amores románticos, filiales y de amigo, con o sin derecho a roce. Y con todos esos amores debemos componer en estos días nuestra aritmética de afectos.

La pandemia nos enfrenta a la crueldad algebraica de calcularnos; para la terraza del bar y el salón de la casa, para la comida de Navidad y el aperitivo de Nochevieja. Una especie de sudoku imposible: cuántos somos, nos faltan o nos colman, según la ocasión, para cuadrar las restricciones. Y sobre todo quiénes. Para este amor de pandemia, como en la guerra, nos manejamos con cartilla de racionamiento.

"Para este amor de pandemia, como en la guerra, nos manejamos con cartilla de racionamiento"

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Igual que contamos y descontamos, nos cuentan y descuentan. Solemos imaginarnos la vida como una película que protagonizamos. Pero es un relato coral, de tramas que se entrecruzan. Ejercemos también de secundarios o vulgares extras en las vidas de otros. Somos en algún momento o para alguien el que está de más en la fiesta, el familiar a disgusto, el colega que ninguno en la pandilla se adjudica como propio o ese que nadie sabrá identificar dentro de algunos años, cuando repasemos las fotografías; tal vez un recuerdo borroso o un nombre que se asoma a la punta de la lengua sin llegar a pronunciarse.

Hay un infierno peor que la exclusión, que es la indiferencia; no que nos supriman de la lista por inquina, sino que nos incluyan como relleno; no el desamor, que es al revés pero tanto, sino el amor tibio, casi traslúcido; ser el que completa, redondea o decora. Esa pesadilla existencial que Kakfa habría concebido: “Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en Quique”.

"Hay un infierno peor que la exclusión, que es la indiferencia; no el desamor, que es al revés pero tanto, sino el amor tibio, casi traslúcido; ser el que completa, redondea o decora"

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Los niños de mi generación querían ser rebeldes como Pancho o impertinentes como Javi. Acaso descarados como Piraña y chispeantes como Tito. Nadie quiso ser jamás como Quique porque Quique no era nadie o apenas. Quique se pasó aquel verano tan azul anhelando un capítulo para sí o alguna frase significativa; si no el amor de Bea, al menos el desdén de Desi. Mejor hubiera dormido en el cajón de los personajes sin dueño. Seguiría soñando con que un guionista le escribiese aventuras heroicas. A Quique, en las cuevas de Nerja, ni lo habrían extraviado ni lo habrían buscado. Ni siquiera era suficientemente importante para convertirlo en malvado o matarlo. A Quique lo creó Mercero, o sea dios, porque le sobraba una bicicleta. Más que ser, lo dejó estar.

En esta Navidad aflorarán las enemistades entre aquellos que no se inviten. Y será quizá porque aun queriéndose, se haya sobrepasado el límite y se quieran de menos. O por haberse odiado secretamente. A otros nos invitarán, ni fu ni fa, por ocupar la silla vacía. Como a aquel protozoo a quien nadie amó ni devoró, aquel primer Quique en su acompañada soledad.

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