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Un inciso

De animales y bestias

Matar o maltratar animales, como a los gatos encontrados en Gumarei, sin que medie el fin de la supervivencia nos convierte en los seres irracionales

Simba y Nala, los poco afortunados gatitos más queridos durante menos de 24 horas. | // A.CELA

El chillido me heló la sangre. Salía de las entrañas y se volvía dramáticamente gutural. No sé cómo explicarlo. Mi hija subió las escaleras corriendo, trastabillando en el intento por llegar a la cocina de la casa de su abuela lo más rápidamente posible. Y allí estaba yo. Con las manos enjabonadas y un plato en la mano, intentando procesar qué podía haber pasado, porque no veía en sus rodillas sangre ni rasguño que pudiese explicar el llanto. “¡Está muerto, mamá. Está muerto. Mi gatito está muerto!”. La corta vida del animal, al menos hasta donde yo la conocía, pasó rápida por mi mente. En realidad, solo me hacían falta los fotogramas de 24 horas.

Sofía pidió un gato casi desde que aprendió a hablar. Mi negativa fue siempre rotunda. Primero, porque los mininos nunca me entraron por el ojo, más allá de las tiernas estampas de cuando son cachorros. Segundo, porque sufrí en carnes propias los efectos de la toxoplasmosis, que los médicos ligaron a la convivencia de mi madre con gatos durante el embarazo y, tercero, porque me veo sencillamente incapaz de atender como se merece un animal viviendo cuatro personas en un piso. Sin embargo, después de cinco años escuchando el mismo deseo cada Navidad y cumpleaños, mi propia madre me adelantó por la derecha. Y también por la izquierda. Decidió adoptar para su casa en Sigüeiro no uno, sino dos gatitos de poco más de un mes.

Adorables

Así que ya me ven apurándome a llegar a tiempo al bazar oriental para comprar una camita para gatos, un arenero, la pala correspondiente y hasta un pequeño ratón de trapo. Ver la ilusión desbordante en la cara de mis hijos me confirmó que todo merecía la pena. La verdad es que los gatitos eran adorables. No podía negarlo. Traspasé todos mis límites y me vi a mí misma cogiéndolos en brazos, acariciándolos y dándoles la bienvenida a su nuevo hogar, susurrándoles que estuviesen tranquilos y que mis dos pequeñas fieras no mordían, que solo pretendían darle cariño a borbotones. Como si fuese una niña más, pedí a mi madre que les dejase dormir en el garaje, aunque ella había habilitado un espacio para los pequeños en una caseta que hace las veces de leñera. Tampoco la abuela pudo negarse a la ternura que inspiraba la pareja de hermanos.

Y así pasaron la noche los nuevos integrantes de la familia, mientras arriba se discutían nombres. Yo propuse Toxo y Xesta, pero se impusieron Simba y Nala. A la mañana siguiente, el olor me sorprendió cuando llegué a la estancia donde habían pasado la noche, bien calentitos. Sabía que el gato huele, pero vaya si huele. El arenero que había comprado estaba sin estrenar, en cambio la pala me cansé de usarla –entre arcadas, lo confieso– para recoger todo lo que habían sembrado. Decidí sacarlos al jardín, aprovechando la buena temperatura y ese maravilloso sol y sombra que brindan los carballos. Les saqué su equipo completo y dejé que mis hijos los acariciasen hasta hartarse –solo casi– para contribuir a la sociabilización que nos recomendó el veterinario.

Error de principiante

No soy una fanática de los animales, pero sí una defensora a ultranza de que no son un juguete. Pienso que, como seres vivos que son, hay que respetar su espacio. Darles mimos es una cosa, pero la forma de cogerlos de mi hijo de cuatro años era, sin pretenderlo, toda una temeridad. Él repetía que eran amigos y que solo quería cuidarlos, de manera que yo tenía el corazón dividido entre el amor por uno y el temor por el otro. Así que, después de varias regañinas, decidí retirar a mis hijos con la excusa de la comida y dejar a los gatitos explorando su nuevo espacio al aire libre –la finca está totalmente cerrada–, tumbados en su camita y con todo lo que pudiesen necesitar a su alcance. Craso error de principiante.

“Tiene sangre en el cuello, mamá. El mundo es cruel, mi gatito está muerto”. Sofía, ya de por sí tendente al drama, estaba en pleno ataque de ansiedad, llorando desconsoladamente sin entender nada de la horrorosa estampa que se había encontrado al volver a visitar a sus mascotas. Yo no podía creerlo. Uno de los gatos yacía a pocos metros de donde lo había dejado, completamente estirado, con dos marcas a la altura del pescuezo. Efectivamente, sangraba. Era como si lo hubiese mordido un recatado vampiro . El gato negro no estaba. Y todavía hoy, una semana después, no lo hemos encontrado.

No tengo ni idea de si Simba y Nala fueron víctimas de un ave rapaz, de un gato asilvestrado que intenta cazar conejos por la zona o de qué. Está claro que su depredador se llevó a uno y no pudo con el otro. La felicidad de mis hijos por tener gatitos no duró ni 24 horas, pero las pesadillas de Sofía con esa estampa –Alejandro es más pragmático: “gato muerto, hay que enterrarlo"– todavía se mantienen.

Intento de asfixia en Guimarei

¿Por qué les cuento todo esto? Pues porque fue coincidente en el tiempo con el hallazgo de cinco gatos recién nacidos introducidos en una bolsa y abandonados en un monte de Guimarei, todavía con el cordón umbilical y con la inhumana intención de dejar que muriesen asfixiados en su tumba de plástico. Este maltrato animal me enervó, quizás más de lo normal por la reciente vivencia. No alcanzo a comprender cómo este tipo de prácticas siguen conservándose. ¿No hemos evolucionado nada?

No soy una ilusa y, aunque de niña intentasen engañarme, cuando tuve conciencia supe que esto era muy habitual en la aldea, donde muchos defendían –todavía trato de comprender en base a qué criterios– que, si las camadas iban del vientre de su madre a un hoyo en la tierra, no llegaban a respirar y pasaban directamente al otro barrio sin experimentar dolor ni enterarse de su muerte. Por no hablar de la versión del saco y el río. Repito: ¿tan atrasados seguimos estando? Hasta siendo bien niña clamé para que la pala con la que se excavaba el agujero en la tierra sirviese para darles un golpe de gracia en la cabeza cuando yo no pudiese evitar semejante estampa.

Por lo que se ve, estas son prácticas todavía muy enraízadas en el rural para acabar con el excedente de población gatuna, que no dejan de repetirse en la época de cría de las gatas, cuando se zanjaría el asunto con una simple castración. Colectivos como el estradense Palleiráns hicieron un llamamiento a través de las redes sociales para pedir ayuda para adoptar a los gatos supervivientes y para sensibilizar en contra de este tipo de conductas. Los animales no son juguetes, son seres vivos que se merecen, sino nuestro amor y cuidado, al menos nuestro respeto. El llanto de Sofía y la tristeza extrema en sus ojos no se me olvidará por mucho tiempo. Era dolor descarnado e incomprensión total. Sin embargo, me escudo en que, en este caso, fue la naturaleza la que jugó sus cartas. Puede parecer cruel, y claro que lo es, pero entra dentro de un orden natural. Pegar, herir o matar animales al antojo humano sin que medie el fin de la supervivencia nos convierte a nosotros en las bestias. Seremos racionales, pero jamás tendremos la razón.

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