Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Lo que el coronavirus se llevó

La enfermera Ana Vilar trabaja ahora en el hospital.

Desde que era una estudiante de instituto, Ana siempre quiso viajar a África como voluntaria. No sabe qué es lo que tanto le atrae de este continente. Reconoce que no solo siente la llamada de poner su grano de arena para mejorar las condiciones de vida de algunas de sus gentes, sino que su realidad y su cultura tiene para ella tiene un magnetismo que no consigue explicar con palabras. Esta vecina de A Estrada terminó su carrera de Enfermería en 2019. Trabajó desde entonces hasta marzo de 2020, consiguiendo ahorrar los suficiente para costear el billete y hacer las maletas. Su vuelo salía el 20 de marzo. Seis días antes, el estado de alarma motivado por la crisis sanitaria la dejó en tierra. El coronavirus había llegado para transformar su vida -y la de todos- y para hacer que su sueño se le escurriese entre los dedos cuando ya estaba a punto de alcanzarlo.

Sensata y tremendamente centrada para tener solo 23 años, Ana Vilar no se embarcaba a lo loco en su aventura africana. Todo lo contrario. Pensó en perseguir sus deseos con los pies en la tierra, ideando una estancia inicial corta, que siempre tuviese ocasión de prolongar y que no la pusiese en la tesitura de dejar su compromiso a medias si algo no salía como estaba previsto. Muy prudente. Explica que asociaciones ya muy consolidadas en esta ayuda humanitaria piden a los voluntarios al menos seis meses de disponibilidad, así que ella apostó por buscar una agrupación más pequeña que le permitiese echar una mano sin fijar de partida esta atadura temporal.

Fue así como dio con Índigo, una entidad a la que descubrió a través de Instagram en una de sus muchas búsquedas sobre voluntariado en África. La asociación desarrolla su proyecto en el orfanato de una pequeña isla en un lago de Kenia llamada Mfangano. Ana ponía en su maleta su formación como enfermera, si bien ya fue prevenida de que allí haría de todo, “como un voluntario más”, tratando de echar una mano en la vida diaria de los niños y niñas de ese orfanato, a buen seguro muy diferente a la de los pequeños que estos días se divierten en A Estrada estrenando sus regalos de Reyes. Con todo, su formación se aprovecharía también, orientado su acción a trabajos de enfermería para atender problemas que presentan los usuarios de este orfanato africano.

Esta estradense se preparó para la experiencia. Se puso a ahorrar para pagarse un billete que, por las fechas, pudo conseguir por 700 euros. Visitó el centro de vacunación internacional del hospital y se puso un cóctel de prevención. Le tocaron varias vacunas inyectables y otras orales, entre ellas las de la fiebre amarilla, además de comprarse un medicamento preventivo para la malaria. En aquel momento ignoraba todavía que sería otro virus el que se cruzaría en su camino para ponerle la zancadilla.

Volaba el 20 de marzo. El 14 se decretó en España el estado de alarma, pero ya el 13 Ana había tomado una decisión: no podía seguir adelante. “Al principio no me lo creía y luego valoré que había mucho riesgo de que yo me contagiase y llevase el virus a la isla. Contagiar a la población de allí sería una catástrofe, con los pocos recursos que tienen”, relata. En aquel momento el SARS-CoV-2 todavía no había viajado a África y esta estradense tenía por delante un periplo para llegar a Mfangano que la haría pasar por varios aeropuertos, auténticos puntos conflictivos en la primera ola de la pandemia. En concreto, el recorrido que debía realizar Ana Vilar la llevaría de Santiago a Madrid, desde allí volaría a París y desde la capital francesa partiría rumbo a la de Kenia, Nairobi. Una vez allí se desplazaría a la ciudad de Kisumu, donde tendría que coger un taxi para llegar al puerto del lago en el que se encuentra Mfangano, adonde llegaría en lancha. Total, unas 20 horas de viaje.

La organización con la que colaboraría esta estradense también recomendó a sus voluntarios posponer los viajes. Los recuperó en verano. Sin embargo, Ana Vilar decidió poner su sueño en cuarentena, nunca mejor dicho, habida cuenta de la situación epidemiológica reinante en España. En la primera ola trabajó una semana, pero desde el verano ya no paró. Reconoce que ahora mismo hay personal que está muy quemado con todo lo que se vivió y los sanitarios con más necesarios que nunca, de manera que, en un nuevo ejercicio de responsabilidad -para que luego haya voces que les achaque a los jóvenes que carecen de ella-, decidió posponer el proyecto por el que lleva meses suspirando.

La primera vez que esta vecina de A Estrada se puso un EPI fue en septiembre. “Es incómodo, pero te acostumbras”, dice, para luego reconocer que una enfermera en planta hospitalaria se lo coloca para entrar en la habitación del enfermo, mientras que en otras unidades se trabaja con este equipo de protección individual puesto las ocho o las catorce horas de turno. Y eso es mucho tiempo.

“Lo que más duele es ver a la gente mayor que no tiene ni móvil ni nada, que está en una habitación sin televisión…”, explica Ana. En los hospitales este último servicio es de pago y no todo el mundo tiene recursos para destinarlos a este entretenimiento o familia que se encargue de garantizárselo, así de triste. “Quieres estar con ellos, pero el volumen de trabajo no te lo permite y también te expones mucho tiempo al virus”, señala. Asume que esta soledad a la que condena el coronavirus es una de las facetas de este bicho infame que más la impresionan. Al final, es la parte humana la que impacta, acostumbrados como están los profesionales a trabajar con aislamientos por otros tipos de virus o bacterias. “Imagino que al principio lo pasarían peor”, apunta esta joven de A Estrada, subrayando lo poco que se conocía -y aun se conoce- del SARS-CoV-2 cuando comenzó a reírse de lo que se conocía como normalidad.

En aislamiento

Tras todos estos meses en la trinchera, ahora a esta enfermera le ha tocado pasar al otro lado del espejo. Con el virus campando a sus anchas, ella misma di positivo en un cribado, aunque no presenta síntomas. Es consciente de que se pudo infectar en el trabajo o mismo en el supermercado, tal y como está ahora de desatada la circulación del coronavirus. El caso es que estos días en aislamiento le darán tiempo para pensar en un sueño que casi alcanza y que esta pandemia le estropeó. Aun así, está decidida a no dejar de perseguirlo. Valorará cómo evoluciona la situación epidemiológica para intentar volver a hacer la maleta. Quizás hacia el verano. Tiene un vale por el billete perdido que le exige decidirse en marzo o perder el dinero. No es esto lo que ahora mismo la apremia. Tiene a su favor la juventud, ese tesoro divino que solo se valora cuando pasan los años. Kenia no se moverá de ahí y, si algo tiene esta pandemia, es crueldad para exportar. Los desfavorecidos lo son todavía más en la era del coronavirus. Por ello, sueños como el Ana son más necesarios que nunca.

Compartir el artículo

stats