Vigo es hoy un lugar peor para vivir. Más triste, silencioso y sombrío. Aún más que hace un año cuando la pérdida de Pablo Beiro dejó huérfana una de las patas del deporte de la ciudad y nos castigó con una de esas derrotas que nunca se curan, de las que jamás se remontan. Esa misma impresión, amarga y dolorosa, quedó en el ambiente cuando una voz incrédula anunció a través del teléfono que Paco Araújo no volverá al pabellón de Navia, ni a pelear por un fichaje complicado, un nuevo patrocinio o una subvención con la que mantener vivo ese proyecto que era parte esencial de su vida.

Paco era de esas personas que hacen que las ciudades sean mucho mejores. Sucede cuando alguien es capaz de alcanzar ese punto de entrega hacia los demás. Rara vez se les reconoce su generosidad, su esfuerzo, los sacrificios personales que realizan por cumplir con lo que ellos entienden casi como una obligación, decididos siempre a mantener con vida una de esas piezas que articulan la ciudad, que nos unen desde el mismo momento en que nacemos aunque la mayoría no lo valore como merece. Nunca se marchan aunque siempre amenazan con hacerlo. El Celta Bosco ha sido un ejemplo extraordinario durante las últimas décadas. De raza en la pista, de rigor fuera de ella, de rectitud a todas horas. Y esa imagen intachable le ha hecho un enorme favor a la ciudad a la que pocos han representado tan bien como este club del que nadie ha sido capaz de hablar mal. Nada hubiese sido igual sin la mano tierna de Paco señalando el camino que había que tomar, marcando la conducta a seguir. Le podías confiar a ciegas una hija convencido de que solo le enseñaría a ser mejor persona y eso es casi lo mejor que se puede decir de alguien. Y siempre sin pedir nada a cambio, sin olvidarse de dar las gracias, ni de llamar en Nochebuena para desear Feliz Navidad. No voy a decir que era un hombre bueno, porque la frase no le hace justicia. Era mucho más que eso.