Tiempo de bar, tiempo del mal. Vidas partidas, partidas de mus. Destinos que se derrumban como castillos de naipes. Tiempo de familia aparentemente unida. Vengan esas comuniones tan alegres. Viva la fiesta. Échate una rumbita, salao. Palmas, roces, serrín en los pies. Tómate una pinta. Colores atascados en la discoteca entre ritmos furiosos. Y miradas rotas. Lágrimas como sangre transparente. Gimnasios donde se boxea con el fracaso.

Tarde para la ira -gran triunfadora de los Premios Goya 2017- arranca como mandan los cánones del novel que quiere despuntar: un plano secuencia dentro de un coche, atraco a mano armada, esto pinta mal. Crash. Un hombre a la cárcel. A su pareja se le notan las cicatrices del alma en los ojos. Se cruza en sus vidas un hombre que parece un hombre normal y corriente. Pero no. Es un hombre destrozado que busca venganza. Y lo que parecía una película tirando a apacible, una especie de trío amoroso entre el preso libre y la mujer cautiva y el justiciero abrumado por el dolor y el odio se transforma, de golpe y punzón, en una carrera contra el tiempo para escapar y también para huir. No hay mucha violencia en "Tarde para la ira", pero la que hay deja huella: una secuencia brutal vista a través de una cámara de seguridad, un asesinato inesperado que apesta a sudor...

La violencia más cruda está en las miradas, y Raúl Arévalo sabe cómo rastrearlas para que su película, que no siempre carbura bien, respire autenticidad en unos personajes de hechuras mil veces vista pero aquí inusitadamente veraces. Creíbles. Y se agradece que, al final, no se deje engatusar por los revolcones de sangre y sesos en plan Tarantino (los que afeaban, por ejemplo, el desenlace de Grupo 7, de Alberto Rodríguez) y opte por una solución casi salomónica, sin conclusiones definitivas, concediendo oportunidades al filo de lo imposible. La vida mancha y tal vez haya paz para los malvados que sueñan con dejar de serlo. O tal vez no.