Ocho cincuenta de una mañana soleada en la estación de Urzaiz. Una voz en off intenta convencer a los pasajeros para que formalicen su billete en las máquinas expendedoras. No lo consigue.

Nadie quiere máquinas a las ocho. Mientras, la cola humana para coger pasaje a Santiago crece. Las operarias se ven sometidas a presión y falta de tiempo. Un viajero pregunta información relevante. La operaria no tiene tiempo para hablar de horarios. Pierde los papeles. Cobra el billete pero, enojada, llega incluso a dudar de entregar el billete al cariacontecido pasajero. La ferroviaria se ve sometida a presión y estalla.

Está colaborando a su sustitución por una máquina. Hace años que no veo a un taquillero sonreír. En ninguna estación.

Hoy en día son más amables los controles para entrar en un avión que la taquilla de un tren. Atrás queda aquel taquillero de la estación de Monforte que informaba que tren era más económico y veloz. Ahora sólo hay máquinas y personas presionadas por las máquinas. Colaboramos para que el mundo sea menos habitable.