Mi vecino y amigo, el más viejo de la aldea, tiene muy buen ojo clínico, producto sin duda de los años y experiencias vividas. Y lo suele demostrar tanto en fiestas como en desgracias, de donde suele y acostumbra a sacar unas muy buenas conclusiones o moralejas de las que suelo disfrutar ampliamente, tanto por su agudeza mental como, a veces, por lo profética que llega a resultar.

A menudo, siguiendo la teoría de las tradiciones contradictorias, mezclando la alegría con la tristeza, como quien hace calceta, nos suelta a destajo las variantes de lo que puede llegar a ser este o aquel hecho o suceso social ocurrido en las proximidades de la parroquia que afectan a personas determinadas y muy conocidas. A veces le cabrea y nos llama la atención por no retener la carcajada ante lo que acaba de exponer. Yo, personalmente, ni siquiera llego a reír. A mí me da que pensar. Y mucho. Pues lo que dice es casi cavernario, perdiéndose en la noche de los tiempos hallándose documentado incluso en los códices sumerios, las leyes Indias, y como no, en la misma Biblia y el mismo Corán.

Viene esto a cuento de un relato que gracias a él he escrito, y con el que algo tiene que ver. Hace años en un entierro de un paisano, ante su insistencia y urgencia me llevó a rastras agarrándome, literalmente, por medio de la gente hasta el mismo panteón, en donde una joven viuda desconsolada se aferraba entre lamentos y lloros al féretro, ante la impaciencia del sacerdote y demás familia que trataba de serenarla. Si algo hay que me trastorna son los momentos de la entrada del féretro en el nicho. Me pueden y suelo evitarlos. Pero aquel día no sé por qué no fui capaz de negarme, instándome una y otra vez a que me fijase bien en la joven viuda.

A la vuelta, silenciosos durante todo el recorrido antes de llegar a la taberna, tiempo de rumiar le concedí, pues lo conozco bien.

Con el primer largo trago del Ribeiro, me soltó, así sin más que él no había quedado convencido del todo si lo que hacía la viudita era llorar o reír. Me extrañó tal barbaridad que dijese aquello que tantas personas habíamos presenciado.

Si la viuda lloró o se alegró no se lo voy a decir, permítanme que quede relegado al patrimonio de la parroquia, pero es de dominio público y entre las malas lenguas, que una de las dos cosas sí que hizo. Y muy bien, por cierto, casi rayando la perfección. Además la romana pesa lo mismo las lágrimas de la risa que las del dolor. ¿O no? Pues eso.