El Parlamento Europeo estudia aprobar la gratuidad del conocido como Interraíl para todos los ciudadanos comunitarios por su 18º cumpleaños, según ellos, para frenar el populismo. Esa es la propuesta lanzada por Bruselas para contrarrestar el auge de la xenofobia o la caída de popularidad del europeísmo entre los más jóvenes. Como el novio arrepentido que intenta arreglarlo con unas flores y baratijas aunque, según cálculos de medios alemanes, el detalle podría salir por unos 1.500 millones de euros al año. Y es que la alegría de los jóvenes y fomentar el sentimiento de pertenencia a Europa no tiene precio, digan lo que digan.

La medida pretende seguir la línea de los ya existentes programas Erasmus -un éxito en las relaciones interpersonales entre europeos, para qué engañarnos- y aumentar la cifra de 300.000 viajeros al año que ya realizan este viaje que suele oscilar entre los 200-500 euros (solo el Interraíl Pass). En palabras de los que lo han hecho ya, "es un viaje para conocer Europa y a uno mismo, que te acaba cambiando", y eso es lo que busca la UE, cambiar Europa también -o al menos su visión-. La realidad es que por mucha gente con la que hables durante el viaje, la mezcla de culturas y lugares lo convierte en una especie de cuadro de arte abstracto; en el que por más que el Comisario se empeña en decirte que tiene sentido y los elementos guardan relaciones a ti te cuesta imaginarlo. Y es que la mayoría de la gente acaba siguiendo la ruta centroeuropea clásica -donde Ámsterdam, Berlín, Praga, Viena y Budapest son el eje central- dejando de lado muchos países por cuestiones económicas o sociales -Irlanda, Noruega, Rumanía o Malta- y las que visitan se acaban centrando en grandes ciudades o núcleos turísticos.

El año pasado, en un viaje de apenas 24 días, pude comprobar los contrastes. Mientras comíamos el tradicional Curry Wurst a escasos metros del Reichstag; Berlín decidía subordinar al gobierno rebelde de Tsipras en Grecia, obligándole a aprobar el tercer rescate heleno. Primer golpe a la fraternidad europea, aunque no el último. En la siguiente parada asistimos estupefactos a una manifestación de extrema derecha -con total normalidad salvo por algunos activistas- en el centro de Praga en contra de la llegada de refugiados sirios y a favor de los ucranianos. En ese momento ninguno de nosotros conocía esa realidad que en las semanas siguientes fue portada en medio mundo pero que allí ya llevaba varios meses. En Viena, una concentración en contra de Assad por parte de sirios exiliados, y ya en el epílogo del viaje, mientras nos desplazábamos de Ljubljana a Munich, varios policías armados entraron en nuestro tren para sacar a más de 30 inmigrantes que también iban en él buscando un futuro mejor.

Esta propuesta conlleva fuertes contradicciones: ¿Estamos dispuestos a pagarle un pase de viajes ilimitados de 300 euros a nuestros jóvenes cuando, a los que han nacido unos cientos de kilómetros al Sur o Este, los gaseamos en las fronteras negándoles el asilo por una guerra consentida por nosotros? ¿Es realmente así como se defienden los valores europeos? Probablemente, estos nunca fueron los que nosotros creímos. Probablemente nunca existieron y, probablemente, digan lo que digan en Bruselas, Europa no exista.