Cuando están a punto de cumplirse dos meses desde que los españoles se pronunciaron en las urnas, la incertidumbre nos rodea y nos envuelve como una neblina que no consigue mitigar nuestras deterioradas ilusiones y esperanzas. Un futuro incierto y una imagen de un país descontrolado por culpa de los que nos gobiernan. Se han llevado nuestro dinero conseguido con años de trabajo además de nuestras aspiraciones, aplicando leyes encaminadas a su beneficio: severas e injustas para los derechos y tenues para todo aquello que es símbolo de poder.

Los resultados electorales evidencian el desprecio y destierro para los falsos mesías disfrazados de gobernantes. Sin embargo, estos últimos demuestran no querer entender el contundente mensaje electoral. Son perseverantes en su afán de poder para poder servirse y sacar la mayor tajada posible, en lugar de hacer uso de esa constancia para reparar las múltiples grietas que está sufriendo un pueblo próspero y emprendedor. Todos pretenden tripular ese gran navío que es España, haciendo falsas promesas que jamás cumplirán, negándose a escuchar la voz del ciudadano que exige de una vez por todas, cambiar todo aquello que no funciona.

No van a convencer a la ciudadanía quienes llenan sus discursos con palabras vacías, mientras sean incapaces de abandonar su política ambigua y aprender a dialogar y pactar, además de erradicar de una vez por todas, la corrupción que a cada momento aflora de sus catacumbas. A un presidente del Gobierno, aunque sea en funciones, hay que exigirle contundencia; es inadmisible que un día afirme que esto se acabó y aquí ya no se pasa ni una, y poco tiempo después, se descubran manzanas podridas. Debemos exigir la política del diálogo y quizás, otra generación de políticos, para poder mantener una España democrática y poder superar una crisis que en este momento podría hacernos naufragar.