¿En qué se parecen dos ciervos que disfrutan de la libertad y de un manantial cristalino en el fondo del bosque a vacas que son sacrificadas en un matadero y que solo reciben atención cuando se mide la grasa de su carne? La realizadora húngara no solo ha visto la relación, sino que ha construido una historia de amor sobre esa premisa, la de conciliar opuestos, incluido los que figuran en el título, cuerpo y alma, y hasta el punto de que lo onírico interfiere con la realidad en un mundo que idolatra el materialismo. Y lo hace con tanta sensibilidad que hasta el recurso a seres con tara y que estimulan la empatía del espectador es soslayable.
