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Maquiavelo en su versión más peligrosa

Michael Dobbs escribió House of Cards, un relao sobre la codicia y el crimen político, tras pelearse con Thatcher

House of Cards | MICHAEL DOBBS | Alba 2014, 448 páginas

Si quieren un relato despiadado sobre la insaciable ambición política, el cinismo y el crimen al servicio de los propósitos más inicuos, no tendrán otro remedio que leer House of Cards, de Michael Dobbs, que ahora lanza Alba en su colección de narrativa contemporánea manteniendo el título, sin traducir, en inglés, como reclamo del éxito televisivo. La publicación del libro llega cuando el público está ya familiarizado, al menos, con una de las dos versiones para la pequeña pantalla de la inquietante y corrosiva novela del autor británico, arrepentido tory y exjefe de gabinete de Margaret Thatcher. Dobbs, cómo él mismo se ha encargado de contar, empezó a escribirla al lado de una piscina tras un furioso enfrentamiento con la Dama de Hierro y su círculo de colaboradores. Entonces ignoraba el modo en que aquel castillo de naipes iba a cambiar su vida. En recompensa, si se puede decir así, tampoco ha dejado de ver proyectados los reflejos de la ficción en la realidad, se trate de Westminster, de Washington o de cualquier otro centro de poder donde la traición, el engaño, la propaganda y la violencia formen parte de las reglas no escritas del juego. La lección es conocida desde que halló carta de naturaleza en Maquiavelo. Si los únicos enemigos buenos son los enemigos muertos, eliminar al último de ellos supone la perfección. En el camino para conseguirlo yacen, desde luego, otros cadáveres. El fin justifica los medios.

La novela se publicó en 1989 y causó conmoción. Hasta el punto que la BBC decidió convertirla en una sensacional serie televisiva protagonizada por Ian Richardson, el actor que con mayor solvencia podía encarnar la personalidad maquiavélica y perversa de Francis Urquhart en su ascensión criminal. Si tienen la oportunidad de verla, háganlo. Es posible manteniendo el interés intacto después de haber disfrutado incluso de la serie de Netflix en la que Kevin Spacey interpreta el papel de Frank Underwood, el calco americano del personaje original.

El lector o el telespectador, por mucho que el desenlace le parezca previsible, no dejará de asombrarse por los sorprendentes pasos de cada acción. Como es natural, se trata de dos escenarios, tanto en el tiempo como en el lugar, y hay matices. Urquhart, el intrigante británico, es un aristócrata escocés; Underwood, en cambio, representa a un tipo barrial de Carolina del Sur. Underwood experimenta placer al ejecutar los actos más repulsivos; no sucede aparentemente lo mismo con Urquhart, algo más incómodo cuando se trata de ensuciarse las manos. Unos cuantos años alejan la acción original de la americana, dos mundos comprimidos por la ambición: conservadores en Westminster, demócratas liberales en Washington, aunque las ideologías no tengan una especial incidencia en la maldad con que se comportan los protagonistas y sus esposas. En el trasunto americano, el papel de Claire (Robin Wright) es mucho más decisivo en las situaciones que se van planteando. La trama inglesa, ideada por Dobbs, mantiene en el primer plano a los magnates de la prensa, mientas que la americana introduce a otros grandes grupos de negocio que influyen en el Congreso y en la Casa Blanca. La parábola no deja de tener el mismo significado: la ambición, la codicia conducen a los personajes por la misma senda de depravación y crimen.

El argumento de la novela de Dobbs es simple: Urquhart se vuelve extremadamente peligroso cuando ve frustrada su ambición política. Furioso, se dispone a destruir a todos en su camino mientras pone en marcha una batalla para ocupar el lugar más alto en el Gobierno de Su Majestad. En el camino, se encuentra con una periodista joven y ambiciosa, Mattie Storin. Juntos se ayudan entre sí para alcanzar sus fines en una sociedad teñida de una tensión psicosexual algo espeluznante.

En Gran Bretaña, el drama shakesperiano de la BBC, Castillo de naipes, se estrenó el 18 de noviembre de 1990, con el telón de fondo de las últimas semanas de la caída de Margaret Thatcher y la sucesión de su colega conservador John Major como primer ministro. Premonitoriamente el derrumbe de Thatcher dentro de las propias filas conservadores figura en la ficción: "Nada dura para siempre", dice Urquhart. "Incluso el reinado más largo y brillante llega a su fin algún día". No sin daños y casi nunca a tiempo, claro.

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