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SÁLVESE QUIEN PUEDA

Aquellos tiempos de fe entre pizarras y lápices

Recreación de la vieja escuela de la isla de Ons. // J.A.F.B

"Uno es de donde estudió el Bachillerato", decía Max Aub, afirmación más verosímil que la de esos obsesivos que te reducen a "uno es lo que come" o "uno es lo que lee", aunque poco dados a sostener que "uno es lo que ama" acaso porque no tengan tiempo para el amor con tanta pasión por el buen comer o leer. ¡Ay, aquellos años en que nos infiltraron los rudimentos del saber, tan distintos a los de ahora! Yo estudié el Bachillerato como Dios quiere, o sea entre curas, si bien debo decir que jesuitas, en esos tiempos la avanzadilla del Papado en la educación católica, antes de que el Opus Dei les disputara tal preminencia. Eran aulas que en nada se parecían a las del rural depauperado pero en unas u otras pulíamos ilusiones y desencantos, afilábamos lápices, hacíamos amigos o enemigos. Dicen que el tiempo de las aulas es uno de los territorios por excelencia de la memoria y de la nostalgia y debe serlo a juzgar por las promociones de alumnos que se reencuentran décadas más tarde de aquello, ya con hijos y hasta nietos que son como eran ellos.

En esas reuniones se agita la memoria, es cierto, y no menos la nostalgia por aquellos cuerpos que teníamos y lo que ha quedado de ellos (incluso el de Pilarín, aquella niña de la que estuvimos enamorados). Se sienten los estragos carnales del tiempo a lo que se añade en esos reencuentros una extraña levedad en su percepción, como si entre nosotros no hubiera habido paréntesis alguno en las vidas, como si volviera la familiaridad escolar de antaño en un segundo y echáramos de menos unas tizas o Bic-cervatanas para usarlos como armas durante la comida. De modo difuso se entrecruzan en mi cerebro imágenes de mi primer encuentro con el abecedario en un piso de dos maestras hermanas que sobrevivían a las secuelas de la guerra enseñando en su casa a hacer los primeros palotes y a cantar la tabla de multiplicar al modo de las escuelas coránicas. Eran como madrasas. ¿Llamábamos a una de ellas señorita Charo o lo inventa mi memoria?. Sin memoria no somos nada pero yo nunca creí demasiado en la memoria y mucho menos en la memoria histórica, muy susceptible de recreación según el lado en que toca vivirla porque para eso la naturaleza inventó el cerebro, un músculo de alta sofisticación diseñado para justificarnos y autoengañarnos si procede..

Mi cerebro no guarda más que retazos de aquellos años primeros del aulario pero empieza a dibujarlos desde los 7, cuando a punto de estrenar la que luego sería década de los 60 caí bajo la férrea educación jesuítica en aquella clase que con razón llamaban Ínfima porque ínfimos en tamaño éramos sus usuarios. Ahí recuerdo a un profesor bigotudo que nos miraba como si fuéramos delincuentes, rostro severo como se llevaba entonces que te despertaba un temor cercano al de Dios (e aquel tiempo temíamos Dios). En esos años ni se imaginaba este horizontalismo que nos trajeron los nuevos teóricos de la educación, y el maestro era una autoridad con derecho a la represión y al terror, no como ahora que andan aterrorizados ellos por adolescentes insumisos, o toreados por directores amedrentados por padres metomentodo e invasivos. Como se puede deducir, a mí me tocó el tiempo educativo de la España franquista e imperial, muy lejos de aquel proyecto de la Institución Libre de Enseñanza que alumbró la República y Franco puso a cuatro patas, ese Franco del que en Barcelona, por fin se han vengado estos días, atacando en gesta heroica a a su estatua ecuestre, aprovechando que él, muy muerto y descabezado, no los miraba.

En aquel ayayay educativo las clases comenzaban cada día con una oración y con otra se acababan, siempre el crucifijo en lo alto, el maestro debajo sentado ante una mesa y a su alcance algún tipo de instrumento punitivo como un compás o una regla de madera apta para certeros lanzamientos o calentar insubordinaciones. Entonces estudiábamos FEN, Formación de Espíritu Nacional, desaparecida con la democracia salvo en alguna comunidad autónoma díscola en la que parecen mantenerla, aunque de modo más sutil, en su recetario educativo. Una FEN, eso sí, contra España. El caso es que hoy empieza a despegar lo que llaman educación inteligente en que los bolígrafos y las pizarras son ahora digitales y los silabarios, mapamundis, cartillas y hasta los armarios que guardaban el material disponible se han convertido en "tablets". ¡Qué tiempos aquelllos de nuestra memoria en que los niños afilábamos lápices!!

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