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BLUES DE LA FRONTERA

Cuento de carnaval

Cuento de carnaval

Debió ser mi última salida con máscara. Andaba creo yo por la decimoséptima cerveza de la noche, y me rodeaba una muchedumbre bulliciosa que había tomado aquella pista de baile y amenazaba con desalojarme de mi meritoria y trabajada posición estratégica, haciendo frente a la barra. Ya se sabe que la gente, en carnaval, se desinhibe, pero con el paso del tiempo me he vuelto más tolerante, porque antes, en fechas como éstas, ni me atrevía a salir de casa por no tropezarme con el clásico gracioso con careta de vieja que aprovecha la ocasión para elegirte como objeto de sus burlas, a falta de alguien mejor a quien contar sus alegres y noctívagas fechorías.

El caso es que, antes de que pudiera dirigirme a la camarera para pedir un cubalibre, se me acercó por el costado izquierdo y se las arregló para hacerse con un lugar a mi vera entre aquella anarquía que desgobernaba el local. Bebía un Ballentines con cola, y al escuchar su voz me percaté de que se trataba de una mujer joven y bella, porque no hablaba en falsete y las espirales de un cuerpo jamás engañan.

No puedo recordar exactamente todo lo que ocurrió ni de qué asuntos hablamos, pero si sé que el tiempo pasó muy rápidamente y que, a la siete de la mañana, en la discoteca ya sólo estábamos ella y yo haciéndole compañía a una pandilla de cantores empeñados en entonar el "Miudiño" una y otra vez, y al personal de la sala que retiraba los cascos de las botellas vacías y lavaba los vasos a doscientos kilómetros por hora.

La chica no se había despojado de su máscara ni un sólo instante, y pidió de penúltima copa un agua con gas "porque si sigo así no voy a ser capaz ni de volver a casa". Le contesté, claro está, "no te preocupes, que yo te acompaño", así que cuando ya no hubo manera de esbozar la palabra precisa y la sonrisa perfecta, nos lanzamos calle abajo entre risas que dejaron paso a caricias, y caricias que anunciaron besos de pasión en una madrugada de hielo. Hicimos el amor en un coche que no era un "Simca Mil", y volvimos a dialogar piel con piel en la cama del apartamento. Ni siquiera durante aquellos momentos recuerdo que me hubiese mostrado su verdadero rostro, solo el de su máscara, que era la de una cara gata de sobre el tejado de cinc caliente. Después se fue (o debió irse) mientras yo aún dormía, porque cuando me desperté mi mano ya no rozaba su mejilla sino uno de los extremos de la almohada. Al levantarme, observé que en el plato del tocadiscos la aguja señalaba la canción de Chico Buarque que cuenta una apasionada historia de amor en baile de máscaras.

No tardé en relatar aquella aventura del corazón a mis amigos, pero por supuesto, ninguno me creyó. Intenté identificarla, desesperadamennte, en las noches del lunes y el martes de carnaval, pero sin resultado. Pregunté a las camareras por una mujer con máscara de gata, pero me dijeron que en realidad había estado toda la noche solo y borracho, y que un vecino de toda la vida había estado a punto de darme unas leches porque parece ser que yo le había faltado al respeto a él y a la madre de su novia.

Estuve a punto de creerles, pero al volver a casa, debajo de la cama me encontré con una máscara y, en el cuarto de baño, todavía olía a perfume de rosas rojas y gata en celo. Desde aquel entonces, en cada carnaval, salgo todas las noches y la busco por todas las esquinas de las barras de los bares, pero ahora siempre voy a cara descubierta.

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