Almodóvar se despellejó en "La piel que habito". Una obra cumbre cuya radicalidad le colocaba en una encrucijada tras la que debía optar por reinventarse o repetirse. Y, tal vez con la vista demasiado puesta en una taquilla que en sus últimos trabajos no ha sido tan bondadosa, eligió lo segundo. Pero repetirse veintitantos años después de sus "Mujeres al borde de un ataque de nervios" (no hablemos ya de "¿Qué he hecho yo para merecer esto?" menos estilizada) tiene sus peligros, sobre todo cuando hablamos de un creador al que el éxito (que atrae filias y fobias en algunos casos brutales) ha desterrado a una torre de marfil, cautivo de un mundo propio en el que tiene difícil entrada la autenticidad de sus mejores años como recreador de personajes únicos.

"Los amantes pasajeros" es una comedia sin gracia. Almodóvar se ha tomado tan en serio lo de hacer reír a un país deprimido que ha perdido por el camino la esencia de sus mejores obras. No tiene ritmo, los personajes son unos estereotipos a cual más burdo y el guion es una calamidad en su estructura y en sus soluciones: de pronto se sale por peteneras del avión para soltar una historia que parece un esbozo de otra película, y eso que aparecen unas espléndidas Paz Vega y Blanca Suárez (más una Carmen Machi de portera chismosa que no viene a cuento).

La cosa ya pinta mal con la aparición inicial de Antonio Banderas y Penélope Cruz con acento andaluz en una escena bastante torpe. La comedia es el género más difícil de todos, eso lo sabe hasta el que asó la manteca, y necesita un estado de ánimo general que haga de ligereza una forma de mirar y del humor una manera de sentir. "Los amantes pasajeros" chirría desde el principio y va cuesta abajo (la escena en la cabina entre Cámara un poco alegre de tequila y los pilotos suena fatal) hasta tocar fondo con la escena que (es un suponer) estaba programada para que los espectadores se tiraran al suelo de risa: el numerito musical. Decir que es bochornosa es pecar de generosidad. A partir de ahí la película cae en picado y encadena chistes de patio de colegio sobre felaciones y demás cosas del comer (lo de confundir llamada con mamada no se le ocurre ni al peor de los guionistas de "El club de la comedia") con escenas presuntamente "emotivas" que se abrazan sin recato a la cursilería, como esas conversaciones del mangante encorbatado con su hijita fugada o la del capitán con su familia. De las menciones a la realidad del país mejor no hablar.

Y cuando se aproxima el final y ya parece agotado el catálogo de bromas sobre pollas, semen y picores varios al borde de un ataque de nervios llega un clímax generalizado que obliga a frotarse los ojos ante tanto coito ridículo, con la pobre Lola Dueñas obligada a sacrificarse en una escena que no empeora ni Torrente. Consumada la catástrofe aérea, sólo queda rematar las historias lo más rápido y forzadamente imposible hasta el liberador plano final. ¿Dónde está la salida de emergencia?

Lo más desolador de Los amantes pasajeros no es la constatación de que Almodóvar ha dado un descomunal paso atrás después de un logro tan admirable y valiente como "La piel que habito", sino que ha desperdiciado todo su poder, que le permite rodar lo que quiere y como lo quiere, para empequeñecerse como creador con una película que ni siquiera vale como entretenimiento pasajero. De este aterrizaje forzoso sólo sobreviven algunos actores que se esfuerzan admirablemente por dar algo de entidad a sus personajes, sobre todo Javier Cámara, Lola Dueñas, Cecilia Roth y José María Yazpik. Demasiado talento para un vuelo tan barato a ninguna parte.