Un viernes de finales de la primavera de 1964. El Almirante Antequera navega lento por la Ría de Pontevedra con más de 70 tripulantes a bordo. Zarpó de los muelles de la Escuela Naval de Marín con una misión muy concreta: prácticas de disparo con torpedos. Lleva en su plataforma de lanzamiento, ubicada al costado de babor, un proyectil "G7a", fabricado por la Alemania de Hitler para la II Guerra Mundial. El bote a motor que hace de blanco se sitúa en la posición indicada desde el puente del destructor: frente a la Isla de San Clemente, (cerca de la playa de Lapamán), y a menos de una milla de distancia. La orden del comandante, Rafael de la Piñera Santoro, suena en los altavoces ampliando la gran expectación del momento: "¡Fuego!".

Cuarenta y seis años después de aquella jornada de adiestramiento, los cangueses Emilio Cordeiro (hoy con 66 años) y Antonio Fernández (67), que entonces cumplían el servicio militar en el Antequera como artillero y timonel señalero, respectivamente, reviven un episodio que llevó a la Armada a prescindir para siempre del uso de esos "G7a", de siete metros de largo, 56 centímetros de ancho y casi tonelada y media de peso. "Cuando leímos en el FARO que unos buzos habían localizado el torpedo, supimos que era el nuestro", coinciden.

"Lo lanzamos rumbo sureste. Salió disparado sin problemas [momento que recoge la imagen]. Estaban a punto de ordenar a los del bote que los siguieran cuando, de repente, comenzó a girar más y más hacia el oeste, el rumbo que nosotros llevábamos", relata Cordeiro.

Fueron minutos de vértigo. Aun sin explosivo, la colisión del artefacto contra el destructor podría arriesgar la flotabilidad del buque (de 101 metros de eslora y 9,6 de manga). Antonio Fernández recuerda cómo se vivió esa tensión en el puente: "Había mucho revuelo. Es que venía directamente hacia nosotros". Ante el "riesgo real de impacto", el comandante ordenó virar a toda máquina hacia estribor. Muchos tripulantes ya se temían lo peor. Veían la estela del torpedo cada vez más cerca y cruzaban los dedos deseando que frenase su alocada carrera o se fuera definitivamente al fondo.

"Pasó a menos de 100 metros del buque", aseguran al unísono Cordeiro y Fernández. En el puente suspiraban del alivio, aunque por poco tiempo. El torpedo continuaba navegando a 34 nudos de velocidad y todavía suponía una amenaza para el resto de barcos que navegaban en ese momento por la ría. Además, se trataba de un proyectil valorado en esa época en torno a un millón de pesetas, por lo que había que recuperarlo como fuera.

Tras una errática trayectoria, el Antequera perdió de vista la estela del proyectil cuando enfilaba hacia la salida de la ría. Cordeiro lo tiene muy presente: "Esperamos tres horas a que emergiera, cuando normalmente lo hacía al cabo de 15 o 20 minutos. Pero ni rastro. Se hizo de noche y regresamos a la Escuela Naval". Otros buques asumieron la búsqueda durante ese fin de semana, aunque sin ningún éxito. Para mandos y marineros, el extravío del proyectil quedó grabado como un suceso extraordinario que Emilio Cordeiro nunca logró comprender: "Y qué curioso que lo encontraran unos buceadores en esa zona. Es que a bordo solíamos bromear diciendo: "¡Un día imos reventar Bueu!".