En la reuniones familiares de los Sheen suele contarse esta anécdota: Alfonso, hermano de Martin Sheen, entra en casa con una revista bajo el brazo y su padre, Francisco, le pregunta: "¿Viene algo sobre Martin?" El hijo responde que no. "¿Y entonces por qué la compras?" Francisco fue un emigrante gallego forjado en el sacrificio, que transmitió esa espartana visión de la vida a sus descendientes. "Era un hombre muy duro, no dejaba pasar una –recuerda Carmen Estévez, hermana de Martin Sheen, que tras una etapa de actriz en Nueva York decidió establecerse en Madrid–. Jamás le oímos pronunciar una palabra en la que se mostrara totalmente satisfecho de lo que hacíamos, aunque luego supimos por terceros lo silenciosamente orgullosos que estaba de nosotros. Pero era incapaz de decírnoslo, pensaba que nos ablandaría. Se quedó viudo a los 53 años, con diez hijos, y permanecimos unidos gracias a él".

Francisco Estévez salió de Parderrubias, en Salceda de Caselas, hacia Cuba en 1916, con 18 años y mucha miseria como equipaje. "Sólo hablaba gallego; aprendió el castellano en Cuba –rebusca Carmen en su memoria-, y es curioso que cuando volvió a Galicia en 1967, después de medio siglo viviendo en inglés, volvió a hablarlo como si nunca hubiera hablado otra cosa. Mi padre tenía un sentido del humor que no supimos comprender hasta muchos años después, cuando conocimos Galicia y a nuestros parientes. Tenía una gran ironía, eso que llamáis retranca, pero… ¡nosotros creíamos que hablaba en serio!"

El patriarca gallego de los Estévez pasó de los cañaverales de Cuba a las fábricas de Dayton (Ohio), donde su numerosa prole se criaría en un modesto barrio de inmigrantes irlandeses, entre los que elegiría a su esposa, "que era tan terca como mi padre; esta mezcla de sangre gallega e irlandesa es explosiva", bromea Carmen. "Éramos pobres, claro, pero no importaba, porque todos lo eran en aquel barrio [en la fotografía pequeña puede apreciarse a un infantil y "raído" Martin Sheen de esa época]. Mi padre nos decía que nosotros no sabíamos lo que era una vida dura de verdad, como la que él había dejado en Galicia, cuando recorría a pie diariamente casi 40 kilómetros con un cargamento de pescado a la espalda. Sin embargo, nunca abandonó su obsesión de acabar su vida en Galicia, ni siquiera cuando Martin se había convertido ya en una estrella de Hollywood. Cuando por fin pisó de nuevo Parderrubias, aún sabía dónde estaba cada árbol, cada alto, dónde vivía cada cual. Todo estaba en su cabeza".

Francisco Estévez se llevó un disgusto cuando su hijo Ramón decidió probar suerte como actor en Nueva York. "¡Pero si no sabe cantar ni bailar!, nos decía con desesperación". Detrás de su oposición se escondía un viejo temor. El pequeño Ramón nació con la musculatura de un brazo atrofiada y, si uno se fija atentamente en sus películas, se nota que se pone la chaqueta de una manera rara, su brazo no funciona totalmente bien. Mi padre lo veía un poco como al desvalido de la familia, el que el creía que seguramente iba a tener más problemas para salir adelante… Mi hermano Martin era muy callado; tenía una vida interior que no sospechábamos. Iba mal en el colegio, aunque siempre estaba en las obras de teatro, desde muy pequeño. Sufrió muchísimo en Nueva York. Llegó a confesarme que nunca creyó que acabaría haciéndose un nombre en el cine y que muchas veces pensó en volver a su casa en Dayton con la cabeza gacha, pero no tenía dinero para regresar".

Entonces fue cuando Ramón Estévez adoptó el nombre artístico de Martin Sheen. "Era el apellido de un obispo que tenía un programa de televisión y nosotros andábamos por ahí diciendo que era ilegítimo del obispo".

Desde 1965, Francisco vivió yendo y viniendo de Dayton a Parderrubias, ocupado en construir en su aldea natal una casa que no llegaría a ver acabada. Murió en 1974 en Dayton y sus hijos le dieron sepultura en la misma tierra donde yacen su mujer irlandesa y su hijo Manuel, fallecido joven en 1968.

Pocos reconocerían en el humilde Estévez que luce en su lápida el origen y la leyenda de una saga, los Sheen, que conquistaron América quizás sólo para oír decir por fin a su terco padre gallego: "¡Buen trabajo, muchachos!"