La más rompedora relectura de la tetralogía wagneriana El anillo del nibelungo, creada y dirigida por La Fura dels Baus para el Palau de les Arts Reina Sofía de Valencia, prosiguió el martes con la segunda jornada, Siegfried, tras las representaciones, el año pasado, de la primera, La walkiria, y el prólogo El oro del Rin (ganadoras del premio del Teatro Campoamor a la mejor producción).

En 2009, con el estreno de la jornada final, El ocaso de los dioses", se ofrecerán ciclos completos en pocos días, por segunda vez en España después del "Anillo ruso" presentado en 2007 en el Teatro Pérez Galdós de las Palmas. La producción valenciana es la primera de las creadas en nuestro país. Estos datos tienen el perfil histórico de los acontecimientos nuevos, pero el caso valenciano se gana el marchamo de histórico por un motivo mucho más significativo, que es la perfección tecnológica con que La Fura, dirigida por Carlus Padrissa, da visualidad al drama en el idóneo punto de encuentro de la poética y la música de Wagner con las posibilidades del imaginario cibernético. En la intersección de los tres lenguajes vemos realizado, por primera vez desde que nacieron estas obras, el ideal de la obra de arte total que seguía pendiente por la inferioridad del nivel de la vista respecto al nivel del oído.

Siempre dentro del Festival del Mediterráneo que programa el Palau valenciano y preside Zubin Mehta, esta relectura se ratifica como la más importante del siglo XXI, con un amplio recorrido de influjo en producciones venideras, En Siegfried, la saga del joven simple y sin miedo que abrirá el nuevo orden del mundo tras abatir el poder y la degradación del orden antiguo, Padrissa intensifica la mirada de esa dinámica irreprimible y construye con admiración y ternura un perfil a la vez mítico y humano: un arquetipo radical con la densidad espiritual y el empuje físico del héroe de nuestro tiempo.

Las doce grandes pantallas móviles que dieron base al arranque de este desafío dramático-tecnológico siguen siendo el soporte modular de las escenas de los tres actos. En algunas de ellas, como ya hiciera en las dos partes del pasado año, resigna Padrissa las ideas visuales en espacios neutros que priman la intimidad del canto y condensan en la música toda la expresividad. Los compases de la introducción orquestal citan imágenes del prólogo y la primera jornada como nexos de continuidad, pero el canto de Mime, después Siegfried y el Wanderer (Wotan) se emplaza enseguida no en la cueva donde el nibelungo ha criado al héroe e intenta soldar los pedazos de la espada de su padre auténtico, sino en un taller de fundición que abstractiza un panel minimalista de símbolos técnicos repetidos en permanente variación. El bosque del segundo acto, que combina volúmenes reales e imagen virtual, es lo más seductor a la vista, una interpretación entre maquinista y fantasmagórica de la espesura en la que habita Fafner, el dragón custodio del oro robado al Rin y donde el héroe descubre el lenguaje del pájaro -literalmente volador en los planos superiores del escenario- que le conducirá al descubrimiento de la mujer y del miedo. La imagen mixta, virtual y real, sobrevuela las cumbres del Himalaya hasta el lugar donde se encuentran el dios amenazado, Wotan y la protomadre Erda, en el comienzo del tercer acto. Las mismas cumbres de nieve, ahora incendiadas, describen el avance del héroe hacia Brunilda, la hija del dios condenada al sueño entre las llamas que la protegen de los mortales.

Estas concepciones caudales, que se cruzan rítmicamente con otras muchas ilustradoras de los hechos y las emociones del poema, admiten en el concepto de La Fura la incorporación de colectivos humanos (herreros, criaturas del submundo y trasuntos de apariciones zoológicas y botánicas como la del oso del primer acto o el bosque móvil que en el tercero comenta el enfrentamiento de Sigfried a Wotan- inexistentes en el texto de Wagner pero aquí llamadas a una muda función coral, un movimiento corpóreo y complementario del virtual. Los cantantes, por otra parte, pisan más el suelo que en las jornadas del año pasado, metafóricamente incrustados en formas robóticas y sometidos subidas y bajados en plataformas que describen su posición en el viejo orden del mundo. El omnipresente barroquismo furero y su estética proliferante no estorban la sensación de una expresividad más depurada, incluso austera.

El fantástico goce visual fluye en perfecto equilibrio con la dirección expertísima, muy inspirada en ocasiones y en otras demasiado dada a lentitudes, del maestro Mehta, gran artífice sonoro de la producción. Tiene en el foso una orquesta admirable, quizás la mejor del país en estos momentos, seleccionada por Lorin Maazel atril por atril y con una capacidad concertante y solística de primer nivel internacional. Esta orquesta, el gran orgullo de la intendente Helga Scmidt y de la Generalidad Valenciana como titular del Palau, consiente abordar todos los retos al igual que el inmenso y complejísimo escenario, cuyas dimensiones, equipamientos y posibilidades tampoco tienen hoy parangón.

El elenco vocal es joven y espléndido, comenzando por el tenor heróico protagonista Leonid Zakhozhaev, cuya voz clara, extensa y valiente y las condiciones físicas de excepción le permiten entregarse a tope en la agotadora partitura y llegar entero al final (cuyo agudo cede a la soprano). La soprano dramática americana Jenninfer Wilson, ya Brunilda del año pasado, regresa con una voz aún más madura y un criterio musical más denso para bordar con el tenor la escena conclusiva. El poderoso Wotan de Juha Uusitalo vuelve a sorprender por el acero claro de una voz fresca y contundente. Antológico el Mime de Gerhard Siegel, grandísimo actor y cantante; rotundo el Fafner de Stephen Milling, muy profesionales Kapellmann y Catherine Wyn-Rogers y encantadora Olga Peretiatko en un waldvogel cantado desde el aire.

En suma, un Siegfried histórico por la novedad, la fantasía sometida a un sentido y las posibilidades que abre a la tecnología para consumar la obra de arte total que tanto ambicionó Wagner.