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Enrique García Quintela: "Iba conduciendo el coche de Bomberos a recoger a mi novia en Las Palmeras"

El ex ingeniero municipal durante casi 40 años publica la novela "De la suplantación al expolio"

Enrique García Quintela: "Iba conduciendo el coche de Bomberos a recoger a mi novia en Las Palmeras"

Enrique García Quintela llegó a Pontevedra en diciembre de 1962. "La milicia universitaria me destinó como alférez de Artillería en el cuartel de Campolongo", recuerda, "tenía otras ofertas de trabajo en una refinería de Petróleo en Tenerife y en Renfe en Ourense pero me quedé enamorado de la ciudad y de la gente, los primeros Carnavales que pasé aquí me dejaron asombrado: el humor, la ciudadanía, la categoría de la gente, aquellos bailes en el Teatro Principal que no reunían ni la más mínima norma de seguridad, pero se hacían. Y ya no quise ir a ningún otro lugar"

-Tenía una oficina de proyectos...

-Me emplearon en una oficina de proyectos industriales con Alfonso Barreiro, arquitecto, José María Pita Orduña, ingeniero de caminos, y Antonio Iribarren, también ingeniero de caminos y mi padre profesional, porque era un ingeniero excepcional, como persona y como profesional. Empecé a trabajar cuando se estaba construyendo Tafisa, asistí al desarrollo de ese proyecto, y también al de una ballenera de Massó en el norte de Lugo, y a una serie de proyectos industriales en los que yo como ingeniero industrial era el que llevaba en cierto modo el desarrollo.

-Más allá de su emplazamiento imposible Tafisa fue una industria de referencia

-Tafisa en aquellos momentos era la mejor industria de fabricación de tableros de fibras, no de partículas, la de partículas fue la ampliación de la fábrica, pero la primera, Tableros de Fibras Tafisa, era de capital sueco y noruego, y tecnología también de estos países, aquí desarrollamos la maquinaria de esta gente y era un proyecto muy humano, con un tratamiento espectacular de las fachadas, que quedaban totalmente revestidas de granito y cristaleras, de tal modo que no parecía una fábrica, ahí Alfonso Barreiro se lució plenamente.

-Tenía un chalet de los obreros.

-Verá, lo que era el chalet de los obreros era en realidad el chalet del director de la factoría, el señor Álvarez Novoa, pero cuando dejó la dirección de la fábrica para ir a la dirección general de la empresa decidieron que sería un buen sitio para hacer un local social para los obreros y así se hizo. También hicieron viviendas para ellos, las dos torres que hay en la avenida de orillamar son para empleados de Tafisa, tenía un gran concepto de protección a los trabajadores de la fábrica y les tenía un gran respeto.

-¿Qué recuerda de la ciudad de los años sesenta?

-Era una ciudad entrañable, lo sigue siendo como prueban los numerosos premios que está recibiendo merecidamente, porque han convertido esta ciudad en algo humano y no es fácil hacerlo; recuerdo cuando el entonces alcalde Rivas Fontán quiso peatonalizar gran parte de la zona monumental y tuvo un rechazo visceral de muchos comerciantes, que deberían darse cuenta de que desde los coches no se compra, por eso le doy mucho mérito al haber conseguido una ciudad para el peatón y dejar el automóvil para lo que tiene que ser.

-¿Cómo diría tras cincuenta años que somos los pontevedreses?

-Sois, o somos porque me considero pontevedrés, una gente entrañable, a la semana de estar aquí ya era un pontevedrés más, los amigos, la gente enseguida me admitió y me dio su amistad, que es lo más valioso, y me encontré tan cómodo que renuncié a mi empleo en la refinería de Tenerife, aunque tuve que estar 18 meses trabajando de 7 a 3 en Ourense y de 5 a 10 en Pontevedra.

-¿Y eso?

-Me explico: me habían dado el trabajo de Renfe y yo escribo una carta diciendo que mi padre era mayor y vivía en Ourense, que yo era el hijo mayor y que me habían destinado me parece a Andalucía o a Murcia y que no podía ir; a los dos meses recibo una carta manuscrita del director general de Renfe diciéndome que era un buen hijo y que por eso me nombraba ingeniero adscrito a la dirección del taller de tracción diésel de Ourense, que se acababa de inaugurar, y por no quedar mal (risas) me tuve que quedar.

-A los mentirosos nos pasan estas cosas.

-(risas) Desde el Hotel Universo donde vivía al taller de tracción diésel había 999 curvas, las conté mil veces. Así que cuando se murió el director de Renfe renuncié a ese trabajo, porque además yo tenía muchas ocupaciones: Alfonso Barreiro que era arquitecto municipal habló con Filgueira Valverde, que era el alcalde, y en aquella época Pontevedra sencillamente no tenía servicio de aguas, solo un montón de tuberías estrechas y oxidadas, no había un depósito suficiente, así que al dejar Renfe me centré en la oficina de proyectos.

-¿Cómo entró al ayuntamiento?

-Hubo en ese momento una oposición pero el sueldo era tan bajo (en Renfe ganaba 19.000 pesetas y en el Ayuntamiento 5.290) que solo me presenté yo; aunque me daba la opción de trabajar en mi oficina de proyectos si no eran dentro del municipio. Estuve unos meses de interino y después esa oposición que nadie se presentó porque las condiciones laborales no eran atractivas, pero a mí me gustó mucho y estoy muy contento de haber pertenecido durante casi 40 años a la dirección técnica del Ayuntamiento de Pontevedra.

-Ha trabajado con muchos alcaldes ¿cuáles recuerda especialmente?

-El más entrañable fue Joaquín Queizán Taboada, un hombre de Falange que sin renunciar a sus principios supo ser demócrata, conciliador y una excelente persona. Y el que más lata me dio fue Pepe Rivas, tenía un ímpetu terrible de hacer cosas y de darle una vuelta a Pontevedra, que estaba en pañales en muchas cosas, y siempre discutíamos por lo mismo, quería meterse en mi terreno y yo no lo toleraba, Rivas es un político nato, que vale para la política como poca gente y en ese momento se resolvieron muchos problemas. ¿Sabe usted cómo funcionaba el servicio de Bomberos cuando yo llegué?

-No.

-Pues de la siguiente manera: de pronto oías tres bombas de palenque, no se ría que estoy hablando en serio, entonces aparecían en bicicleta, porque entonces nadie tenía teléfono, los voluntarios del servicio, todos gente muy mayor, el conductor era un cabo de la Policía Local que tenía carné especial, el coche era un Renault del año 1914, un trasto prácticamente inútil, y los voluntarios no estaban en condiciones. Empecé a poner de manifiesto que si había cualquier problema sería una tragedia, ya se había construido el edificio Las Torres y no había escalera para llegar a los pisos altos, había un concejal que había sido coronel del Ejército y se interesó por el tema, así que compraron un coche nuevo, un Magirus que hoy está en perfecto estado de uso, matrícula PO-45574, me acuerdo, pero al chófer de la policía le dio un ataque cerebral y dije al alcalde que estábamos sin chófer ¿Tu no tienes carné especial? Me dijo, "Yo si", "Pues se tu el chófer", me dijo, porque era un hombre que no pensaba mucho lo que decía.

-¿Le tomó la palabra?

-Le tomé la palabra y mi mujer, que era mi novia entonces, vivía en la zona de Las Palmeras yo usaba el Magirus como coche privado, iba conduciendo el coche de Bomberos a buscar a mi novia a Las Palmeras, llegaba con él a Las Torres y me preguntaban qué hacía con el Magirus y yo contaba que tenía que aprender a usarlo porque no tenemos ni chófer ni bomberos, andaba por la calle de La Oliva tan tranquilamente con el coche, haciendo ostentación de como estaba el servicio de Bomberos. Y funcionó, fue como un revulsivo y se convocaron las plazas de jefe de Bomberos y tres conductores, y me quitaron el juguete (sonríe).

-Porque es un gran aficionado a los vehículos y también a la tecnología: recuerdo que su todoterreno fue en los años ochenta el primer coche con teléfono que veíamos.

-Sí, sí, el ayuntamiento no tenía ni para coches ni para nada, yo tenía un Range Rover y teníamos una emisora en Las Torres, todo era mucho más primitivo, en el Range tenía una emisora con teléfono, Bomberos tenía otra, la Policía Local otra y el alcalde otra, eran las únicas terminales que había en la ciudad y nos eran muy útiles porque cada vez que había un incendio de cierta entidad los bomberos me llamaban: y era muy fácil, en cuanto llegabas a un incendio los tenías que sacar de allí siempre, porque se estaban jugando la vida seguro, era unos imprudentes de tanto ímpetu que tenían; además tuvimos mucha suerte con el jefe de Bomberos y los agentes, eran gente muy responsable, y así empezó el servicio. Pero también me gustan los trenes, le doy un dato: el último tren que entró en la estación vieja de Pontevedra lo conduje yo.

-¿Cómo pudo hacerlo?

-Trabajaba en Renfe, aunque ya estaba ayudando a Filgueira en temas como los del agua, y sabía por el gráfico de locomotoras el trayecto, lo esperé en Portas, donde me subía al tren y aquí entré conduciendo la 1816, una locomotora diésel. Y luego había que hacer la inauguración de la estación nueva: la inauguramos con lo que había, que era un ferrobus, como un autobús más o menos, con el conductor delante, con un cambio semejante al de un coche semiautomático, y estaba Moncho Encinas, gobernador y muy amigo mío, el alcalde, que me conocía solo como el ingeniero municipal, y otras autoridades como Puig Gaite. Y llego yo, el maquinista me ve, se levanta y me siento en su sitio, la cara de estupor de Filgueira Valverde era para verla, se preguntaba qué iba a pasar, salimos hacia Vigo despacito, a paso de hombre, cruzamos la aguja y volvimos marcha atrás a la estación, pues Filgueira hasta que se bajó del tren no estaba seguro (risas), tuve que explicarle que yo por la mañana me dedico a esto.

-¿En qué trabajaba en el Ayuntamiento?

-Hacía de todo, yo soy un trabajador nato, disfruto muchísimo con mi trabajo, no es ningún mérito; e hice de todo, reformé el Pabellón de Deportes, una obra de De la Sota que no cumplía ni una norma de seguridad, procuré mantener la estructura pero tenía problemas, los arquitectos a veces por la forma sacrifican el fondo, parte del pabellón lo enterró para que no fuese tan alto, pero es una zona de mareas y el edificio está sobre un relleno, el agua pudría la pista; además tenía una cubierta traslúcida y como el pavimento era de asfalto en el verano se convertía en un horno, le pusieron una especie de tela traslúcida por debajo de la cubierta y el espacio que quedaba se convirtió en una bomba térmica: durante el día absorbía agua, se enfriaba de noche y producía goteras, así que hubo que poner unos dientes de sierra; tampoco tenía salidas de emergencia o vestuarios adecuados; y lo peor era que el agua escurría por las fachadas porque no tenía canalones, así que hubo que resolverlo. El pabellón por dentro lo dejé como estaba pero por fuera lo revestí para que funcionase como cualquier edificio industrial.

-Es usted un gran aficionado al vino.

-¡Hombre! El vino es la parte intelectual de la gastronomía, lo decía Alejandro Dumas y tenía razón, el vino hay que beberlo como jugando a las siete y media, no pasarte ni medio punto, pero si te puedes acercar a las siete y media mejor (sonríe); y hay que beberlo con mucho respeto, cuando veo a veces beber a gente joven que no ha aprendido a beber y que lo hace solo para emborracharse me pongo enfermo, porque el vino es una cultura y además saludable bebido con moderación; yo tengo 80 años, una salud de hierro y estoy convencido de que el vino contribuye muchísimo, pero tengo un problema médico: cada vez que me quieren hacer un análisis para encontrar sangre en el albariño que sacan se vuelven locos, porque la verdad es que en mis análisis sale casi todo albariño. Por lo demás el vino también me ha dado grandes amigos, como José María Fonseca, presidente de Terras Gauda, el mejor albariño del mundo.

-Con un grupo de amigos puso en marcha un bar privado.

-Un tabernáculo, tabernáculo, amantes del vino nos reunimos para hacer la Cofradía del tabernáculo de la Santa Sede, alquilamos un local que era una antigua taberna de planta baja, no hay vecinos, aunque por la parte de atrás da a la huerta del Santuario de las Apariciones, porque ya sabe que hubo aquí un tercer milagro de Fátima.

-¿Milagro?

-Fui yo testigo: me llama el alcalde Cobián para decirme que tenían el oratorio en el segundo piso, que iba mucha gente impedida y que había que instalar un ascensor, pues el tercer milagro de Fátima (sonríe) es que conseguí meter un ascensor de acero inoxidable en aquel caserón viejo. No se ría, entramado de madera y hubo que hacer a mano un losado de hormigón y un entramado que lo que costó no quiero ni saberlo, pero lo logramos. La superiora sabe que soy totalmente ateo, también en estas historias de la religión, y un día le pedí disculpas por lo del tabernáculo, le dije "yo se que a veces estamos hasta las 3 de la mañana cantando y bebiendo y así, no se si las molestamos". Y ella me miró con una mirada muy dulce y me respondió: "no oímos nada, qué pena" ¿Ve por qué siempre viviré en esta ciudad?

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