Tal que si se tratase de una ONG, Galicia ha inventado la democracia sin fronteras que permite a los ciudadanos del país votar indistintamente en Santiago de Compostela o en Santiago de Chile. No todos se alegran, sin embargo, de esta novedosa contribución de los gallegos a la historia de las doctrinas políticas.

Casi uno de cada cinco electores galaicos vive en el extranjero, pero esa circunstancia de honda raíz cosmopolita ha empezado a incomodar al Gobierno y a la oposición, que ahora quieren debatir en el Parlamento sobre la pertinencia del voto de los emigrantes. Y, mayormente, el de sus hijos y nietos.

Sostiene el presidente Touriño que el voto de la emigración y de sus descendientes ha de ser discutido "a fondo" en la Cámara autonómica, donde no faltan los partidarios de restringir e incluso vedar a los gallegos expatriados el derecho al sufragio. Otros, menos radicales, abogan por depurar el censo de cadáveres oficialmente no enterrados; y tampoco faltan quienes ya se conformarían con que los votantes del exterior pudieran depositar su papeleta en una urna, talmente como los de aquí.

Mucho es de temer que la discusión vaya para largo, dado el carácter aritmético del problema. Traducida a números, la cuestión se resume en que son más de 300.000 los gallegos censados en el extranjero sobre un total de 2.600.000 ciudadanos con derecho a voto.

La cifra resulta ya de por sí cuantiosa, pero aún medrará más -hasta los 450.000, aproximadamente- con la reforma del Código Civil que extiende la nacionalidad española a los nietos de quienes en su día tomaron el camino de la diáspora.

Quiere decirse que, de aquí a un año, cerca de un veinte por ciento de los electores de Galicia residirán en el extranjero, a miles de leguas de una tierra que para muchos de ellos ya es sólo un recuerdo nebuloso y que algunos no han pisado jamás. Eso explica, sin duda, los reparos que todos los partidos ponen a la calidad del voto de la emigración, por más que ninguno de sus líderes dude en hacer campaña al otro lado del océano cuando las urnas tocan a rebato.

La experiencia sugiere, sin embargo, que una cosa es el censo de votantes del exterior y otra bien distinta el número de los que deciden hacer uso de la papeleta.

Tan escasa es su influencia en el cómputo final que el voto de los emigrantes jamás ha decidido hasta ahora el resultado de unas elecciones en Galicia. Pudo hacerlo en las últimas, cuando la mínima victoria de la izquierda sobre el partido conservador obligó a esperar durante una semana al recuento de los sufragios de los llamados "residentes ausentes". La teoría invitaba a pensar que los emigrantes desharían el empate a favor del monarca Don Manuel; pero no fue así. Lejos de invertir la tendencia del voto "interior" -por así llamarlo-, los gallegos de fuera se limitaron a convalidar la decisión de los de aquí.

Parece natural que así ocurra, si se tiene en cuenta que los gallegos -a imitación de los judíos- seguimos siendo aquel pueblo cosmopolita y disperso que no por azar los viejos galleguistas definían como "célula de universalidad".

No son pocos, en efecto, los vecinos de este país que tienen por lugar de nacimiento Buenos Aires, Caracas, Frankfurt, Zurich, Montevideo o cualquier otra de las ciudades a las que nos condujo un largo éxodo de siglos. Y, viceversa, también se cuentan por cientos de miles los gallegos nacidos en Galicia que rumian la morriña del ya imposible retorno en naciones de todos los continentes.

Reino planetario sin fronteras, Galicia no es tanto un territorio como una forma de entender la vida. Por mucho que debatan los políticos, los gallegos seguirán naciendo donde les venga en gana, viviendo en el lugar que les pete y votando en la urna que les caiga más a mano. Son privilegios de un país transcontinental que inventó la democracia sin fronteras.

anxel@arrakis.es