Dos veces estuve a tratamiento psiquiátrico y en ambas ocasiones tuve la sensación de que mi caótica manera de vivir me había puesto al borde de la locura, esa terrible sensación de balnearia placidez que tanto dicen que se parece a la serena resignación que precede a veces al talento, y casi siempre, a la muerte. Ocurrió con once años de intermedio, en circunstancias similares, al límite de mi resistencia física, enfrascado en un difícil equilibrio mental en el que a veces solo estaba unido a la realidad por el delicado hilván de aquellas notas escritas en la penumbra de los bares con una letra fulgurante y desquiciada por la que corría en cuclillas el relincho de una yegua con el vientre preñado con una bandada de murciélagos de alpaca. A veces me iba en coche al sanatorio psiquiátrico de Conxo nada más amanecer, me sentaba en un banco con las manos en los bolsillos de la gabardina y esperaba a que calase mi cuerpo la tibia temperatura farmacéutica de aquel lugar. El doctor Ignacio Tortajada nunca me hizo comentarios al respecto, pero yo sé que mi aspecto lacio, sórdido y fecal era el de alguien que se hubiese arrastrado hasta allí reptando a oscuras por las cañerías de la ciudad. Aquellas mañanas con el doctor Tortajada fueron mi único contacto matutino con la suave realidad de la vida ordinaria y antibiótica. No solía relacionarme a la luz del día con las personas que frecuentaba por la noche y casi ni caminaba por la calle antes de que se hubiese puesto el sol. La primera vez en muchos años que mi querido Pancho Martínez me vio a mediodía en una calle de Compostela, el entrañable actor dudó si saludarme porque no estaba seguro de que aquel tipo fuese yo, el viejo amigo con el que solía tomar copas de madrugada. Habíamos estado juntos dos noches antes, pero nos fundimos en un abrazo especialmente efusivo y sincero, con esa cálida intensidad con la que se saludan los hombres cuando su reencuentro disipa la sospecha de que alguno de ellos se hubiese muerto. Yo creo que aquella luminosa mañana de abril nos saludamos motivados por una extraña sensación de desarraigo paliada en cierto modo por la suerte de haber coincidido inesperadamente en la dolorosa soledad del exilio. Para mí, la luz del día constituía una especie de odioso destierro en un mundo competitivo y canónico en el que por lo general nadie arriesgaba la franqueza de sus emociones en la liberadora ligereza de un gesto de cuya rentabilidad no estuviesen seguros. Alguna vez le confesé a Ignacio Tortajada mi incapacidad natural para adatarme a los ordenados maitines de un modo de vida en el que no había una sola emoción que no resultase truncada de inmediato por un impuesto, por un cumplido o por una señal de tráfico. Puede que la luz del sol fuese el sutil alimento de la vida, pero suponía también el orden y las leyes, la eficacia, los horarios y aquella exagerada expresividad algo biónica con la que la gente fingía el amor, el esfuerzo y los sueños. Concurría a mediodía un automático trajín en el que no había un solo movimiento ciudadano que no respondiese a una orden, a un compromiso o a una necesidad, ni una pausa que no pareciese acuciante, o un saludo en el que a los brazos el reloj de pulsera les diese algo de tiempo para calentarse. Una de aquellas mañanas pasando consulta en Conxo, le confesé al doctor Tortajada mis dudas acerca de cual podría ser de allí a poco tiempo el estado de mi preocupante salud mental, pero al instante me armé de valor para mantener mi posición aun conociendo el riesgo de que el neón de la madrugada pudiese dejar mi puta cabeza a oscuras: "Puede que me haya perdido las mejores primaveras de mi vida, pero nadie me va a disputar el honor de haber visto abrirse de madrugada las flores con la poca luz que da el fuego en el que arde una orquídea insomne dibujada con el mismo lápiz con el que una mujer acabe de amordazarle el rabillo a sus ojos". Entonces eché mano al bolsillo y puse luego sobre la mesa mis notas de la madrugada anterior. Eran cinco o seis papeles escritos con una letra perentoria y algo arrugada, una arácnida mezcla de picaduras de tabaco y frases cortas, rasgos a veces abreviados por la lazada de una taquigrafía caótica y heterodoxa en cuyo espinar se desangraban, igual que bodoques de óxido, como úlceras de flúor, las autógrafas quemaduras de los cigarrillos. El doctor Tortajada le echó un vistazo a mis notas, las empujó sobre la mesa hacia mi mano, se recostó en su silla y dijo: "Hagas lo que hagas con tu vida, no pierdas de vista tu letra. Porque si en algún momento decides regresar a la luz, tu letra, amigo mío, será probablemente el único peldaño que le quede en su sitio a la escalera por la que un día bajaste a la penumbra"...