No corren buenos tiempos para lo superfluo. La gente se afana en que resulte rentable todo lo que hace y algunas de las cosas que ni siquiera intenta. Del interés de los viajes se suele medir el tiempo y en el paisaje sólo se fijan los vagabundos, y a veces, los pintores algo antiguos que tratan de contar lo que ven ellos y no lo que les obliga a ver la crítica. Un concepto tan hermoso y tan encantadoramente inútil como el de la vieja belleza femenina también ha caído en el más horrible descrédito y lo que se lleva es una mujer algo neutra y deshidratada, de aspecto resuelto y eficaz, que no parece pensada para la terracita del café, sino para el parqué de la Bolsa. Comprendo que todos somos iguales y tenemos los mismos derechos, pero detesto sentarme a cenar con una señora y que sea ella la que descorche el vino después de haber aplastado la colilla del cigarrillo en el cenicero mientras trata de recordar como era aquel chiste verde del elefante y la hormiga. Me he quedado anticuado para lo que ahora se lleva en términos de esa belleza útil de la resuelta mujer con empuje, con garra y con sacacorchos. No debe ser casualidad que el descrédito de la belleza antigua coincida con la estilización de la literatura hasta librarla de cualquier exceso en el que sólo se persiga la estúpida exhuberancia del primor. Esa delgadez textil coincide sin duda con la escualidez de la macrobiótica mujer en boga, que es una mujer magra y estólida, con menos carne que el primer plano de cualquier menú escaso. Hemos caído víctimas de un minimalismo que simplifica por el mismo rasero los muebles, la anatomía y la novela. Frente a la arrogante actitud masculina, las superfluas mujeres de antes reaccionaban con desdén, con indiferencia, florales y aromáticas, sin alterarse apenas, conscientes de que la actitud varonil más punzante alcanzaría apenas a fruncir su vestido al recogerlo como un manojo de aire en rama sobre el antebrazo para cambiarle el adagio al renuente pespunte del paso. Muchos pintores intentaron llegar con sus pinceles al fondo del alma femenina. Fueron muy pocos los que en cierto modo lo lograron; el resto, amigo mío, se quedaron perplejos al retratar el barroquizado envoltorio, la lencería del gesto, el cisne de aquellos modales por los que corría una delicada esgrima de elegancia y desprecio, como ocurre con la imagen de esos columpios impresionistas por cuyos tirantes mismo parece que se deslicen la gasa caramelizada del aire, la hidra de la buganvilla y el impresionista macramé del sol enredado a ochos en las cereales trenzas de la muchacha. El realismo social trajo luego una pintura colectivista, ferruginosa y combativa, así que la chiquilla del jardín le hizo un nudo a las floridas lianas del columpio, los remeros de Renoir echaron a sus cestas los mimbres amarillos de las sobras de la luz del día, y el mundo dio un giro brusco, metálico y descremado. Y ahora, maldita sea, ahora los pintores y los poetas sólo encuentran vestigios de la luz de la Provenza en el amianto botánico de la tienda de lencería, en cuyo escaparate, ¡Oh Dios!, en cuyo escaparate los cadáveres de los maniquíes tienen menos carne que la pálida luz de oficina que se refleja como un esqueleto en ellos. ¡Triste! ¡Desolador! Como están ahora las cosas, para reconstruir el viejo glamour de las hadas del impresionismo, las musas de los poetas se compran la ropa en el economato de de la Legión...