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Recomendaciones

Hace ya tiempo que las más oportunas recomendaciones acerca de la cata y disfrute de los libros provienen, más que de las revistas y suplementos literarios, de boca de amigos en cuyos gustos confío ciegamente y que de vez en cuando me alertan de la aparición de una novedad o de un clásico que resultan tentadores y como buen pecador, siguiendo el dictado de Oscar Wilde, no hay mejor forma de vencer las tentaciones que enfangándose en ellas. En el año 2016 uno de esos amigos me recomendó La eternidad de un día. Clásicos del periodismo literario alemán (1823-1934), que la editorial Acantilado publicó con un prólogo, selección, notas y traducción de Francisco Uzcanga Meinecke: una antología de artículos de novelistas y pensadores en lengua alemana; como la nómina es abundante, basta con citar a algunos para hacerse una idea de lo enjundiosa que resultó su lectura: Thomas Mann, Döblin, Hesse, Benjamin, Walser, Heine, Musil o Josep Roth.

A cualquier aficionado a la literatura, ante semejante banquete, se le hace la boca agua. Fue, lo reconozco, sustancioso y mereció la pena pagar por el convite. Y en el año 2018, el mismo amigo me vuelve a recomendar otro ensayo del mismo autor: el libro El café sobre el volcán. Una crónica del Berlín de entreguerras (1922-1933). Y nuevamente mi amigo atina en sus recomendaciones, esas que funcionan mejor en el boca oreja que en los suplementos donde se empieza a caer, salvo casos excepcionales, en una publicidad ditirámbica más que en el análisis sesudo de los libros objeto de las reseñas.

Uzcanga disecciona el Berlín (y de rebote Alemania y, consecuentemente, dada la época histórica, Europa y buena parte del mundo) desde un lugar que se había convertido en el centro de la vida intelectual berlinesa: el Romanisches Café. Quizá en ocasiones, el latido del mundo, se encuentre en lugares así, donde se dan cita o coinciden todo tipo de artistas, de políticos, de intelectuales, atendiendo a las personas que pasaron, se dejaron ver o vivieron partes de sus vidas en dichos lugares. Trasladándolo a otras ciudades, podríamos recordar O Volter en Ourense o El Comercial en Madrid o el parisino Café de Flore o el Tortoni argentino.

Los bares suelen ser, al menos algunos de ellos, esa especie de aleph donde uno puede considerar todas las existencias recogidas en una visión enfervorizada. Pero la lenta desaparición de bares y cafeterías como centros de encuentro entre artistas, intelectuales y los parroquianos habituales que le dan vida a esos espacios, sin descontar a los camareros indispensables, es motivo para otro artículo.

Uzcanga, que estudió Filología Germánica y Románica en la universidad de Tubinga y se doctoró en Filosofía y Letras en la de Constanza, es de ascendencia alemana e inicia el relato (porque es más que periodismo ese libro, mucho más) con una especie de trasunto proustiano: la aparición de un bono por valor de cien mil marcos expedido en agosto de 1923, que perteneció a su bisabuelo. Una vez mojada la magdalena, el autor nos relata la historia del café Romanisches desde el año 1922 hasta 1933: una época, como tantas, que no está de más calificar, aun abusando de un adjetivo ajado, de convulsa. A lo largo de esas pequeñas ficciones (ya digo: basándose en un exhaustivo conocimiento de la historia que jamás incomoda al lector, ya que introduce los detalles con una ligereza casi amable, el texto puede leerse como una ficción o una realidad ficcionada), vemos desfilar por ese café, que fue emblema y símbolo de un tiempo, a Zweig, a Marlene Dietrich, a Einstein, a Billy Wilder, a Otto Dix, a Bertolt Brecht, a Josep Pla, a Goebbles. A numerosísimas personas que modelaron, desde el arte, la literatura, la guerra, una temporada accidentada por decirlo de forma suave.

El mérito, a mi entender, de Uzcanga Meinecke, es que nos muestra los acontecimientos relevantes sin alardes de erudición que podrían entorpecer su lectura; todo lo contrario, las apoyaturas de esta índole transcurren con naturalidad, enmarcando las situaciones, bien reales, bien ficticias; o, para ser más justos, reales, pero adornadas con la imaginación de un autor que las reconstruye años después, y que le otorgan a esas estampas la credibilidad de quien sabe perfectamente de lo que está hablando.

Sumados uno a uno esos años, el lector se hace una idea cabal no sólo de cómo transcurría la historia europea (aunque no sólo europea) del momento, sino cómo actuaban dentro de café los personajes citados y otros que por falta de espacio no reseño y que al final conforman no sólo la vida de un café berlinés sino de la ciudad, de Alemania y del mundo. Podría decirse, sin caer en error, que funciona el texto de Uzcanga a modo de Dublineses de Joyce: situaciones sólo vinculadas por una geografía común pero que terminan conformando el mosaico de una historia que trasciende lo anecdótico, lo local, para darnos un conocimiento exacto de lo que era el mundo entonces. El amigo, pues, que me recomendó en su día aquel otro libro de Uzcanga, vuelve, creo, a acertar ahora con este texto que se lee con esa sencillez de quien sabe de lo que está hablando y, además, sabe cómo decirlo de forma fluida y amena. Paso, en resumen, la recomendación que me hizo ese amigo y se la hago llegar a todos los que estén interesados en el asunto que trata sabiamente Francisco Uzcanga.

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