Escribo y, de reojo, reflejadas en la ventana del tren en el que viajo, todavía se atisban las sinuosas formas del puente del Oresund que, como un pespunte sobre el mar del Norte, une las ciudades de Copenhaguen y Malmö, a Dinamarca y Suecia. En el año 2000 los dos países escandinavos daban el pistoletazo de salida al siglo XXI cortando la cinta de una magnífica obra de ingeniería que redefiniría sus relaciones internacionales, y que ha convertido los problemas demográficos y económicos derivados de la reconversión industrial de los años 80 y 90 en una de las más pujantes y vibrantes áreas metropolitanas del norte de Europa.

Las grandes obras de ingeniería son, por definición, pura transformación del contexto. Usando símiles futbolísticos, mientras la arquitectura y los arquitectos somos el regate, el pase al hueco o el extremo izquierdo habilidoso, la ingeniería civil y los ingenieros son la táctica, la presión en zona o el medio centro que domina el pase largo.

El siglo XX llegó a Ourense como tantas otras cosas han llegado a la ciudad: tarde. Lo hizo en 1918 con la inauguración del que hoy conocemos como Puente Nuevo. Un hito para la ciudad que como buena obra de ingeniería nacía con clara intención transformadora. El segundo puente sobre el río Miño sugería cuáles deberían convertirse en las futuras zonas de crecimiento de la ciudad, a la par que integraba definitivamente dos orillas que poco tardaron en convertirse en un solo Concello. Fiel a los patrones estéticos y técnicos que corrían por Europa desde el ultimo cuarto del siglo XIX, y con claras referencias a grandes maestros como Eiffel, cambiaría totalmente el paisaje y el contexto urbano próximo a la ribera del Miño. Su carácter moderno y protagonista como infraestructura asumía sin embargo su rol de secundario en el imaginario colectivo. Ourense miraba al futuro mientras respetaba el pasado, y su nuevo hito no competía estéticamente, más allá de lo técnico, con un icono como es el Puente Romano.

Mañana volveré a tomar el mismo tren en el que viajo ahora, pero esta vez para recibir el año 2018 en casa, en Ourense, en la casa de mis padres, en la misma zona en la que hemos vivido siempre: donde acaba Curros Enríquez y empieza el Puente Nuevo. Nunca supe a qué barrio pertenecemos. Cuando era un niño soñaba mientras veía pasar los trenes. Fui alumno del Blanco Amor y fueron muchas las veces que en medio de la niebla me jugué la coronilla en las estrechas aceras de que lo que hoy es una infraestructura saturada e insuficiente para soportar el tráfico rodado y peatonal que soporta cada día.

Cada vez que vuelvo a casa suelo mandar fotos a mis amigos con la bonita panorámica del río y los puentes que se ven desde nuestro balcón. Espero desde allí el pistoletazo de salida del siglo XXI que se han olvidado de dar las ultimas grandes infraestructuras que han llegado a la ciudad. Sin un plan urbanístico y de movilidad a largo plazo y capaces de transformar la ciudad, naufragaremos ante retos que hace años encaran otras ciudades de Europa y que, nadie lo dude, llegarán también a Ourense. Grandes inversiones como el puente del Milenio demuestran qué irrelevantes se muestran las grandes obras de ingeniería -y arquitectura- con vocación efectista.

El Puente Nuevo espera su retiro dorado, al igual que a finales de los años noventa del pasado siglo lo tuvo el Puente Romano. Llegarán a Ourense desafíos a escala urbana como el de una movilidad más sostenible: más transporte público, peatonal y bicicletas. El Puente Nuevo tendrá entonces una oportunidad para, otra vez, transformar el contexto.

*Arquitecto ourensano en Suecia. Trabaja en el departamento de IKEA Concept & Markets division.