Cuando Orson Wells y Hemingway se conocieron, en un estudio de grabación de Manhattan, llegaron a las manos. Corría el año 1937. El cineasta, en aquel entonces no tan conocido, se había presentado allí para narrar The Spanish Earth, un documental escrito por el novelista sobre la Guerra Civil española a favor de la causa republicana, y, después de leer el guion, propuso hacer algunos cambios en el relato.

Concretamente, Wells pidió suprimir una frase: "Aquí están las caras de los hombres que están cerca de la muerte". Al director de Ciudadano Kane aquella aseveración le parecía algo pomposa. "¿No sería mejor que esas caras hablaran por sí mismas?" . Hemingway, colérico y desafiante, se abalanzó sobre Wells.

Los dos artistas agarraron una silla y comenzaron a pelearse hasta que se cayeron al suelo, mientras seguían proyectándose las imágenes violentas del conflicto en la pantalla. Escena que proporcionó a la anécdota ese cariz romántico y pretendidamente masculino que uno halla en toda la bibliografía de Hemingway, con esos dos hombres luchando por su libertad, se supone que creativa, al tiempo que los soldados republicanos luchaban por la suya.

Luego, para celebrar las contrastadas virilidades, abrieron, cómo no, una botella de whisky y se emborracharon juntos. Pese a que el documental acabaría siendo narrado por el propio Hemingway, ese día, según los protagonistas del encuentro, se forjó una amistad.

El académico australiano Mathew Asprey Gear señaló en su libro At the End of the Street in the Shadow: Orson Welles and the City, publicado el año pasado, que aquella "complicada relación" se deterioró debido a España, país por el que ambos sentían una desaforada fascinación.

De acuerdo con Gear, un manuscrito inédito de Wells, titulado Crazy Weather, sugiere que el cineasta despreciaba la manera "superficial" en que Hemingway, alter ego del protagonista de la película, se acercaba a las tradiciones españolas, representadas en su literatura como unos inamovibles clichés gracias a los cuales el forastero podía descubrirse a sí mismo. En ese lugar donde se "combina la prestigiosa dignidad de una civilización antigua con la simplicidad de una película del Oeste". A Orson Wells, al parecer, también le dolía España. No soportaba que otros no la comprendieran como la comprendía él.

Con tanto residuo orientalista y amour four extranjero ha madurado la nación española contemporánea que aún seguimos ahora, a propósito de la crisis catalana, discutiendo sobre cómo nos ven desde fuera. Nos volvemos locos con esas editoriales aleccionadoras y esos opinadores invitados. La falacia de autoridad. Aquellos que se asoman al problema con un supuesto ojo (anglo)objetivo que uno equivocadamente le adjudica a quien no tiene vela en el entierro. Pues no hay cronista que se libre del prejuicio. (Basta con repasar los artículos de Rubén Darío para La Nación o los escritos de Trotsky, entre otros). Pero esto ocurre, no lo olvidemos, en todos los países.

También en Estados Unidos, que lleva ya unos cuantos años siendo "imaginado" desde Tocqueville, cuya obra magna trataba de explicar las paradojas de la naciente y exótica democracia. Y desde el punto de vista de un francés. Territorio exhibido en muchas ocasiones como un rancho gigantesco regentado por pistoleros y predicadores.

Los lectores de los desternillantes reportajes de P.J. O'Rourke, muchos publicados en la neoconservadora Weekly Standard, saben que la autoparodia (del viajero estadounidense) también sirve para perpetuar estereotipos, en este caso sobre Europa y Latinoamérica, sin parecer demasiado grosero. Se trata de una cuestión de rigor. De honestidad. Y de estilo. En dejar (o no dejar) que las caras hablen por sí mismas.