Protestan estos días los taxistas licenciados por el Ayuntamiento contra Uber, Cabify y otras empresas que, a su juicio, les hacen competencia desleal. No van a ser, sin embargo, el Gobierno ni los jueces los que decidan quién tiene o no razón. El conflicto lo resolverá la clientela, como de hecho ha sucedido ya con las líneas aéreas y tantos otros ramos de la producción y los servicios.

Hace ya algo más de un siglo que Harry Selfridge, el creador de los almacenes Selfridges de Londres, popularizó la idea de que el cliente siempre tiene razón. El magnate americano definía así, sin proponérselo, la actual economía de bajo coste.

No son los proletarios de Marx, sino las nuevas masas de consumidores low cost las que están revolucionando las finanzas con sus decisiones de compra, que se guían ante todo por la baratura. Fracasada la dictadura del proletariado, lo que ahora nace -por así decirlo- es el imperio de la clientela.

El cliente fija los precios y por lo tanto el nivel de calidad de los productos, para delicia de los chinos (aunque esto ya lo dijese hace un par de siglos el escocés Adam Smith). Por eso las compañías aéreas han creado sus propias marcas baratas para hacer frente a Ryanair antes de que acabe de comérseles el mercado. Si no puedes con tu enemigo, haz lo mismo que él, pudiera ser el lema de este encarnizado combate comercial.

Armado con una simple tarjeta de plástico y, muy pronto, con un teléfono móvil, el consumidor ejerce su derecho al voto. El fenómeno de la globalización ha convertido el mundo en un mercado único donde los pobres de la Tierra ofrecen lo que tienen -su trabajo- para competir con los poseedores de la tecnología, el conocimiento y el copyright de la fabricación de mercancías.

El negocio es bueno para todos, aunque pueda no parecerlo. Los afortunados ciudadanos de Occidente tienen la oportunidad de comprar casi cualquier mercancía a precio de mercadillo: vuelos, ropa, aparatos domésticos, cruceros por el Mediterráneo, sofisticados telefonillos móviles y hasta coches.

Tampoco los pobres que alimentan la cadena de producción salen del todo malparados en estos trueques. Los chinos explotados en beneficio de los consumidores del Primer Mundo estarían aún peor, desde luego, si las empresas occidentales no hubiesen instalado allí sus fábricas para ahorrar costes.

En lugar de un bajo sueldo, los chinos -y los vietnamitas, y los que vengan detrás- estarían ganando unos pocos céntimos en los campos de arroz o, simplemente, carecerían de ingreso alguno. Eso es más o menos lo que sucedía antes de que el capitalismo irrumpiese a la brava en sus países, propiciando el nacimiento de enormes masas de consumidores que han convertido a Alibaba en la mayor tienda virtual del mundo. Aunque tenga patente de un país técnicamente comunista como la China heredera de Mao.

No todo el mundo está conforme con esta nueva -si bien antigua- economía en la que el cliente decide quien se enriquece y quien se hunde. Ni siquiera el emperador Donald Trump parece aceptar de buen grado ese decisivo papel del comprador y aún cree ingenuamente que es el gobierno el que manda en la economía. Paradójicamente democrática, la dictadura de la clientela es que la ordena el mundo. Como advirtió hace tantos años el visionario Selfridge, el cliente siempre lleva la razón.

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