La decisión de los militantes del PSOE devuelve la política española a la misma situación de hace un año, tras las elecciones repetidas. No cambia el fondo, un empate en las Cortes entre dos bloques simétricos, PP y Ciudadanos por un lado, PSOE y Podemos por el otro. Sí las condiciones en que afrontarán la situación los actores principales. Esta vez hay un gobierno ya constituido que está a punto de pactar los Presupuestos, lo que le garantiza, a un precio altísimo para la igualdad de los españoles, capacidad de maniobra al menos a dos años vista. Y un líder de la oposición sin cortafuegos, con las manos libres para tomar el rumbo que quiera. Pero los socialistas no han conseguido librarse del dilema que les persigue desde el escrutinio de 2016: optar por una lectura estabilizadora de la fragmentación parlamentaria o por el bloqueo que conduzca a nuevas elecciones.

El PSOE ya sufrió esta prueba. Superada la adrenalina de las primarias y atemperados los ánimos, las circunstancias no han variado con respecto a junio del año pasado. Si el nuevo secretario general -que es el viejo-, Pedro Sánchez, vira a la izquierda podemizándose corre el peligro de acabar diluido por su encarnizado rival, Pablo Iglesias. Parece razonable que los electores prefieran el original a la copia. Y puede que con la radicalización abra más pronto que tarde la puerta a una mayoría absoluta del PP y Ciudadanos. Si mantiene las cosas como están, puede ser percibido como un embaucador por su gente. La que le entregó toda su ilusión para laminar a la derecha, pues no otro fue su planteamiento. La que le idolatra como redentor a pesar de caer más bajo que el fracasado Rubalcaba. A los socialistas les empieza a pasar como a los mileuristas. Obtener 110 diputados supo a fiasco. Mantener 85 va camino de convertirse en alborozo.

Podemos ya recibió al PSOE con la sibilina emboscada de una moción de censura que tiene como destinatario antes a Sánchez que a Rajoy. La responsable de la campaña de Pedro Sánchez, Adriana Lastra, afirmó esta semana que los socialistas no apoyarán a Podemos en el envite porque el PP cuenta con respaldo suficiente para gobernar y plantear una batalla perdida de antemano generaría una enorme frustración en la izquierda. Curiosamente, esos fueron los argumentos por los que el comité federal del PSOE decidió abstenerse en la sesión de investidura de Rajoy. Tendrán que hilar fino los triunfantes para no caer en su propia trampa en el viaje del idealismo al pragmatismo.

El no será no cuando convenga, pero la distribución parlamentaria es la que es hasta que no haya comicios. La Cámara sigue partida por la mitad. Así que para garantizar la normalidad democrática -porque, no lo olvidemos, la finalidad esencial de un sistema electoral es constituir gobiernos, controlarlos y legislar-, solo caben dos combinaciones. Lo intentó el PSOE con Podemos y Ciudadanos. Lo logró el PP con el apoyo de Ciudadanos y la abstención del PSOE. Si ninguna sirve, no queda otra que convocar a los españoles a las urnas tantas veces como sea necesario para deshacer el empate derecha-izquierda. Votar, votar y volver a votar.

Lo que acaba de ocurrir en el PSOE no fue otra cosa que una lucha fratricida por el mando, la habitual, con los males que aquejan hoy a la política plenamente plasmados: el populismo y la partidocracia. Los populistas enfrentan al pueblo con las élites, a las que presentan como usurpadoras del verdadero poder, el que descansa en las bases. Un discurso más emocional que ideológico. La unidad de medida de la política moderna debe ser el ciudadano por encima del militante, basta observar lo que le ocurrió al laborismo. Pero el actual diseño institucional ha reforzado tanto el ombliguismo de los partidos -en todo Occidente, en particular en España- que su invasión de la sociedad degenera en patología. Este modelo de partidocracia, infecta de corrupción, es el caldo de cultivo perfecto para la demagogia. Por eso votantes como los franceses, a la vanguardia, empiezan a aupar a líderes sin partido.

Resulta imposible predecir por dónde irán las cosas. La división forma parte inseparable de los genes del PSOE y los gallegos están curados de espanto. Las cornadas entre "pedristas" y "susanistas" son idénticas a las vistas en el pasado entre "renovadores" y "guerristas".

Salvo que la corrupción vuelva el ambiente insoportable -ya puede el PP empezar a tomarse en serio este pesado lastre-, Rajoy, un maquiavelo que ha hecho de la resistencia su virtud política, cuenta con más bazas que hace un año para encastillarse. Y Ciudadanos encuentra por fin un filón para crecer con los progresistas moderados que desaloja un PSOE a palos coqueteando con el radicalismo y los independentistas, una minoría ávida de pescar en este río revuelto.

El PSOE necesita frescura y discurso para volver a conectar con el electorado progresista, pero conquistar a la militancia no equivale a ganar la guerra. A Pedro Sánchez le esperan otras dos confrontaciones peliagudas para las que no le valdrá el victimismo: la de la izquierda, en la que Podemos le socava zarpazo a zarpazo, y la de los españoles, entre los que su mensaje todavía no cala, al menos a tenor de los resultados que obtuvo el 20-D y el 26-J. Mucho le queda todavía por delante.