Cuando James Gandolfini murió de un ataque cardíaco en Roma, un amigo me mandó un correo electrónico, que llevaba por título "Un día de luto", en el que expresaba con apreciable sinceridad el dolor que sintió al conocer la "lamentable noticia". Habíamos visto juntos todas las temporadas de Los Soprano y, durante unas cuantas noches, los personajes de la aclamada serie de televisión -"el acontecimiento cultural de la década", según "The New York Times"- formaron parte de nuestras vidas. Recuerdo que hablábamos de ellos como si los conociéramos personalmente, citándolos en las conversaciones y reflexionando sobre sus reacciones ante los violentos sucesos mostrados en la pantalla. Para nosotros, el fallecimiento del hombre que dio vida a Tony, jefe de la familia de mafiosos de Nueva Jersey, significaba algo más que la pérdida de un gran actor: se nos había ido un familiar lejano con el que tuvimos la oportunidad de convivir un tiempo y que nos había marcado profundamente. Todo esto puede parecer un tanto excesivo, tratándose al fin y al cabo de una obra de ficción, aunque no lo es.

Los Soprano puede ser superficialmente interpretada como otra historia más sobre el crimen organizado y sus mitificados gánsteres. Pero la serie hace algo que hasta ese momento no se había hecho o por lo menos no se había hecho con tanto acierto: te agarra por el cuello, empleando una agresividad parecida a la que exhiben sus protagonistas, y te sitúa con brusquedad en la escena. Quienes disfrutan observando el naufragio moral en el que subsisten estas personas ficticias también tienen, por así decirlo, una parte de responsabilidad "in vigilando". Se denuncia la evidente hipocresía: sentimos una perversa fascinación por el criminal, al que nuestra cultura ha glorificado, pero condenamos sus acciones desde una cómoda atalaya.

Los mafiosos ya han visto El padrino y Uno de los nuestros. El arte imita la vida como la vida imita al arte. En un episodio, el vecino de Tony Soprano le propone a este último ir al Country Club con su grupo de amigos para jugar al golf. Sin embargo, bajo este aparente gesto de amistad se esconde otra intención: quieren saber cómo es la vida de un verdadero gánster. Entonces comienzan a asumir su lenguaje, hablando como se supone que hablan los gánsteres ( fucking, whacking, etc.), y le preguntan si alguna vez conoció a John Gotti. Tony confiesa luego que se ha sentido "utilizado". Existen dos "Tony Soprano", dice el protagonista a su psiquiatra: el delincuente, que hace todo lo necesario para criar a sus hijos y proteger a su familia, y la persona, a la cual todavía no conocemos. Ese es el Tony que quiere mostrarle a la doctora. Ella, sin embargo, como el resto de observadores, no está interesada en eso. Tony Soprano puede resultar interesante y atractivo porque es el jefe de una banda criminal. El espectador, insinúan, no es inocente.