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Javier Sánchez de Dios.

Crónica Política

Javier Sánchez de Dios

La soberbia

A estas alturas, si se repasan con sosiego algunas de las cosas que ocurren en el marco de la vida pública, podrían sumarse suficientes ejemplos como para diagnosticar que hay un sector social cuya radicalización debiera preocupar -de forma especial a sus dirigentes- más de lo que parece. Sobre todo porque ese problema, creciente, no se debe a sus convicciones ideológicas sino a cuestiones psicológicas; y a una insufrible soberbia que se resume diciendo que las gentes de ese sector se creen en posesión exclusiva de la verdad. Y por eso actúan como actúan.

Por supuesto, lo que se dice es una opinión personal, no un dogma, pero con asiento y ejemplos bastantes como para aceptarla sin demasiadas discusiones. Uno de los últimos ejemplos sucedió durante la Asamblea de Anova, en Pontevedra, cuando un casi mozalbete interrumpió una intervención en la que el profesor Beiras explicaba su tesis de que para encajar el nacionalismo en la unidad popular es necesario ampliar las bases del primero, y el horizonnte de la segunda. Para que el dogmatismo no impida a muchos galleguistas no soberanistas sumarse al proyecto común.

El episodio dió paso a incidentes primero verbales y después de violencia física una vez que la mayoría de los asistentes respondió a la minoría primero pidiendo respeto y a continuación exigiéndolo. La cosa terminó a mamporros y patadas, con los más radicales intentando la antigua dialéctica del fascismo español -pero ahora del otro lado- de "los puños y las pistolas". No hubo de lo segundo, por fortuna, pero abundó lo primero, que es una forma extrema de "uno de los modos de ejercer la libertad de expresión". Para defender "la verdad", que por supuesto es la suya.

(En este punto quizá convenga matizar que no se trata aquí de defender la posición del profesor Beiras, por más que se considere -al menos- digna de respeto además de coherente como estrategia, aunque pueda discutirse la táctica. Pero a la vista de lo que está pasamdo en este país, donde el más tonto se cree capaz de hacer relojes aunque no sepa ni decir la hora, parece llegado el tiempo de exigir respeto a quienes demostraron su valía. Cierto que don Xosé Manuel no necesita defensa aunque no se esté de acuerdo con él, pero basta su curriculum al servicio del país).

Cuanto se expone no excluye el desacuerdo con el líder histórico del nacionalismo gallego moderno, ni impide la crítica leal hacia un aparente desvío radical en alguna de sus últimas tesis. Pero hay que ser muy soberbio para creer que la experiencia no es un grado y que, en todo caso, se puede suplir con los excesos, verbales o no, propios de quien tiene la sesera más bien vacía. Especialmente cuando, analizando la izquierda gallega, parece acertar el maestro.

¿O no?

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