Con el arribo del frío notamos más que nunca la presencia del otoño. El otoño afecta de forma especial al campo. Primero cambia el color de las hojas, se hacen más ricas en tonos y matices y contrastan los verdes con los amarillos y los rojos, que allí donde hay viñas llegan a ser incendiarios. Pero después viene la caída de las hojas hasta que se desnudan los árboles y todo parece perder vida. Para los más, el otoño es melancólico y tristón, y nos produce abatimiento o incluso depresión. Para los menos el otoño es alegre y estimulante. El origen de estas reacciones puede ser sideral y antropológico, sin olvidar el plano espiritual. No lo sé, todo dependerá de cada cual. Desde luego no puede enfrentarse con cada estación de la misma manera el vitalista que el hipocondriaco. Florentino L. Cuevillas (Cosas de Orense, 1969) afirmaba que en nuestra tierra el otoño es báquico y el invierno pantagruélico. Literalmente escribía: "El otoño absorbe la alegría y el olvido de las vendimias y de los lagares, y el espíritu consolador que se destila por el pico de los alambiques, y porque en él se encienden también las gozosas hogueras de los magostos; y es pantagruélico el invierno porque es tiempo por excelencia para devorar bajo el estímulo del frío, en las bodegas, en las cocinas o en los comedores los alimentos grasos, concretos, rojos o blancos y de múltiples sabores que nos brinda ese animal maravilloso que se llama el cerdo".

Lo cierto es que el otoño, con menos horas de sol y luz, unidas al posterior descenso de la temperatura, nos obliga a más horas de permanencia en casa y reduce nuestro tiempo en el exterior y en contacto con la naturaleza. Todo ello resulta aún más notorio para los que vivimos en el medio rural. Y la consecuencia es que el otoño es una estación de silencio y tranquilidad, que propicia el recuerdo, mientras esperamos la llegada del invierno con la alegría y el bullicio de la Navidad. Estos recuerdos de otoño, han llevado a este su escribidor dominical a un lugar de Ourense, en la margen izquierda del río Miño, a la entrada del Puente Viejo, donde algunos creen nació la ciudad.

En la encrucijada de la que hoy se llama calle del Progreso y la calle del Concejo, se elevaba a modo de meseta triangular la Alameda del Crucero. Había nacido como olmedo en 1840, por iniciativa del alcalde José Gómez Novoa sobre un campo conocido como Crucero del Puente. En los años 40 y 50 del pasado siglo, cuando este que les escribe fue niño y después adolescente, se trataba de un buen trozo de terreno delimitado por desniveles y barrancos. Sobre él se alzaban árboles, creo que acacias y robinias, que le daban el verdor y las sombras necesarias. Era un lugar descuidado, no tenía jardineras ni macizos, solo la tierra y la hierba que nacía espontánea. En su parte más prominente se erigía un crucero barroco de piedra, alto, elegante, sobre cinco escalones cuadrangulares, en cuya base figuraba la inscripción: "Por la ciudad se Yzo este crucero y campo siendo Corregidor el Ldo. Bernardo Patricio Arce y Obregón. 1718" -en realidad su data de construcción era anterior y este era el año de una de sus muchas reparaciones-. Es sabido que los cruceros fueron alzados, en unas ocasiones, para que velaran el sueño de los muertos; en otras circunstancias, para que protegieran y guiaran el camino de los vivos, y siempre como símbolo de Redención, sin excluir otros orígenes y simbolismos poco consistentes. Sin embargo, el crucero de la Alameda contempló cómo se le utilizaba con fines perversos y tuvo que ver cómo allí se colgaban los cadáveres malditos de los ajusticiados, hasta mediados del siglo XIX. Asimismo, en el lateral que daba a la calle del Progreso, desde los años de la postguerra incivil de 1936, se alzaba el monumento a los caídos en combate. Caídos sin culpa, pues los más, de un bando u otro, habían sido llevados a la guerra -que en realidad ya había comenzado antes-, no por deseo propio, sino a la fuerza y por causa de las transgresiones, ambiciones y barbaridades de unos cuantos políticos y militares. Cada año, ante el monumento, se realizaban homenajes a los que asistíamos los niños llevados por sus colegios. Al fin y al cabo era otro símbolo de muerte. Pero, paradójicamente, a los niños nos causaba curiosidad e incluso se transformaba en un día festivo por la suspensión de algunas de las clases. Indiferentes a la historia y a los símbolos de muerte de aquel lugar, nosotros éramos vida. El conjunto era un adefesio de piedra, cemento y madera, con cruz, abanico de flechas y altar, que posteriormente sería demolido y sustituido por el realizado en 1951 por Francisco Asorey, en el Parque de San Lázaro. Esta una obra bella, de buena factura, que felizmente se respetó, retirándole la simbología falangista.

En aquel casi bosque, medio abandonado, podíamos jugar libremente, sin la vigilancia de los guardias urbanos, subir a sus árboles y deslizarnos a lo bestia por sus "barroncas". Allí conocimos los primeros pájaros, que en gran cantidad anidaban en sus árboles y en los barrancos y, hay que decirlo todo, exterminamos alguno por diferentes medios.

Bien avanzado el siglo XX, el crucero de piedra de la Alameda fue trasladado a la Plaza de la Magdalena. En la mudanza perdió dos de sus gradas y con ello parte de su esbeltez, pero al menos se conservó. Su nuevo emplazamiento había sido camposanto hasta el siglo XIX, de lo que dan testimonio las tampas funerarias allí encontradas y que hoy se exhiben recostadas contra la pared de la iglesia de Santa María. El traslado desencadenó protestas populares. Así las cosas, la cruz nudosa de nuevo se encadenaba a la muerte, mas olvidaba las guerras políticas y las militares y encontraba la paz de los muertos. Vicente Risco (El Orense perdurable, 1981), lo expresó así: "Allí hay paz, allí no entran coches, allí hay esa paz verdadera que no tiene que ver con la guerra, ni para bien, ni para mal, la paz que va unida a lo verdaderamente bello? tanta paz, que allí encontró asilo, él "Crucero" de Orense, cuando le quitaron su Alameda? La paz está ahora aquí, en su presencia".

En la Alameda del Crucero, el urbanismo loco y ventajista construyó primero el Palacio de Justicia y después un aparcamiento subterráneo, lo que supuso quedar reducido a un mínimo parque infantil de atracciones, angostado por la circulación periférica y la "okupación" de indigentes. Fue un acto más de la sucesiva amputación y supresión de nuestros pocos parques. Las características estructurales y funcionales de las ciudades se han modificado adaptándose al trabajo de los adultos. Y yo añadiría algo peor, a los intereses espurios de determinados negocios, cuyo poder es inmenso. Por si fuese poco, las prohibición de fumar en locales públicos -una norma indudablemente buena de por sí-, ha trasladado a los fumadores a la calle, que invaden y contaminan los escasos espacios de que disponen las ciudades y los niños. Como afirmó Romano Prodi: "Ya no basta con ofrecer servicios a los niños: debemos devolverles las ciudades" (ver La ciudad y los niños. Faro deVigo, 05.10.2014).

El Colegio Salesianos

Más abajo y al norte, antes del acceso al Puente Viejo y a su derecha, se alzaba el viejo caserón del Colegio de los Salesianos, con su huerto tapiado y las cuadras. Delante, y como antesala, se abría una zona arbolada por la que discurría un inmundo arroyo, producto del desagüe de las casas de aquella zona. Al colegio acudían muchos niños cada día, que unidos a los de la cercana academia Bóveda, que estaba a su lado, eran otra buena expresión de vida.

Enfrente de la zona del colegio y a la izquierda del acceso al Puente Viejo, en el entorno de la ermita de los Remedios, estaba el Campo de la Feria, el cual se extendía hasta la desembocadura del Barbaña. Antes había sido campo de desafío y era conocido como "Campo de la Verdad", porque así le decían los que iban a dirimir sus diferencias, defendiendo sus razones con las armas. ¡Nuevo enlace con la muerte! Precisamente y para poner fin a esa costumbre, Francisco Méndez Montoto, en 1522, erigió la ermita con la finalidad de evitarlos. Era Campo de la Feria desde 1904, ante la imposibilidad de ampliar el de San Lázaro. Las ferias se celebraban los días 7 y 17, y traían consigo la llegada de paisanos de diferentes puntos de la provincia con sus carros, reses, cerdos, cabras y otros animales, para cerrar ventas y compras, a las que se unían diferentes puestos de mercado. Muchos curiosos acudían al evento, de los cuales bastantes éramos niños. Poco había para los niños que no fueran unos melindres, unos malos caramelos o unos petardos, pero éramos felices contemplando las transacciones interminables que terminaban en un estrechamiento prolongado de manos, que confirmaba la satisfacción por el intercambio. Yo acompañaba a mi abuela materna, María, cuando en compañía de su casero Amancio, iba adquirir una nueva vaca rubia o un cerdo para la matanza. En esas ocasiones uno vivía, desde cerca y con emoción, el desarrollo del prolongado regateo, con el uso del real como moneda base. Tampoco faltaban los charlatanes, los vendedores de remedios y, en algunas ocasiones, atracciones como la cabra saltimbanqui. Y la feria no se limitaba a este lugar, se extendía a toda la ciudad, circulando por sus calles los paisanos y sus animales. Al mismo tiempo se incrementaban los vendedores en la plaza de abastos y se instalaban puestos de vendedores en el Parque de San Lázaro y la en calle del Villar, delante del atrio de la iglesia de la Trinidad, donde se emplazaban los artesanos.

El día de la Virgen, el 8 de septiembre, se organizaba la romería y las fiestas anuales de los Remedios, a las que acudían mucha gente de toda la provincia y de Portugal. Se encargaba de la organización uno de los "chancas", el de El Puente. Los "chancas" eran dos populares maleteros, uno desarrollaba su actividad en los coches de línea de la calle del Progreso y el otro en la estación de trenes de El Puente. Tanta gente y tanto bullicio manifestaban con claridad, cómo ese lugar de muerte había pasado a ser lugar de vida. Pero el urbanismo siguió avanzando y también el campo de los Remedios

desaparecería, al ubicar en él las actuales y desafortunadas instalaciones deportivas. Con ellas morirían la feria, la romería y la fiesta, si bien, al menos, renacería la vida con las actividades competitivas y atléticas.