Analizar el primer debate entre Hillary Clinton y Donald Trump como si se tratara de cualquier debate presidencial es un esfuerzo inútil. Pretender averiguar el nombre del ganador enfocándonos en quién pareció exhibir una mayor preparación para la ocasión o quién resultó más riguroso en sus respuestas resulta un tanto absurdo, teniendo en cuenta que uno de los participantes, Donald Trump, consiguió llegar hasta dónde está -según las encuestas, con serias posibilidades de ganar las elecciones- haciendo precisamente lo contrario: improvisando y mintiendo. No lo tuvo fácil Hillary Clinton. Lidiar con un discurso delirante no deja al interlocutor con muchas opciones. Más bien solo tiene dos: o se coloca a la altura del enloquecido, y de ese modo pierde también la compostura, o no queda más remedio que dirigirse al público general, es decir, a los ciudadanos, obviando la presencia del contrincante. Y ambas son peligrosas. La primera destruye la posibilidad de una alternativa mínimamente seria al disparate; la segunda permite que el triunfante demagogo desarrolle sin oposición su populismo en uno de los programas televisivos más vistos de la historia estadounidense.

En varias ocasiones, Clinton convocó a los fact-checkers para que hicieran su trabajo una vez finalizada la emisión y procuró no entrar en provocaciones ("el temperamento", uno de los temas de la discusión), pareciendo asumir el lema diseñado por el primer jefe de campaña del magnate: "Dejad que Trump sea Trump". Y Trump, por supuesto, fue Trump. El candidato republicano dijo lo mismo de siempre con el mismo tono de siempre; faltó al respeto a Lester Holt, el moderador, interrumpiéndole con agresividad en varias ocasiones, y recurrió de nuevo a la fórmula mágica, "ley y orden", para solucionar el problema de la violencia racial en el país. "Tengo el presentimiento de que al final de la noche seré la culpable de todo lo que ha pasado hasta ahora", se lamentaba Hillary. "¿Por qué no?", respondió Trump. Claro, pero ¿por qué no? Puede que el republicano viva en su "propia realidad", pero esa es la realidad, no lo olvidemos, en la que parece estar instalada una cantidad bastante significativa de la población. ¿Sonar presidencial? ¿Apelar al voto moderado? ¿Para qué? Trump continúa generando antagonismo porque el antagonismo le ha ayudado a recolectar votos. Las figuras más representativas del conservadurismo americano han firmado manifiestos en su contra, algunos gurús de la derecha periodística han abandonado el Partido Republicano por él y el último presidente republicano de los Estados Unidos fue incapaz de apoyarlo. Si le acusan de faltar a la verdad, de contradecirse, de iniciar campañas injustificadas de desprestigio basadas en el racismo y la paranoia, de no ser honesto sobre cómo llevó a cabo algunos de sus negocios, muy fácil: todo es una conspiración de los medios de comunicación progresistas ("mainstream media"), de las élites de Washington y de gente como Hillary Clinton, quien (ella sí) no tuvo problemas en reconocer su "error" al utilizar su correo electrónico personal para asuntos de estado. Trump, sin embargo, no se equivoca nunca, ni miente (tuvo incluso la osadía de hablar de "hechos", como si le importaran), ni manifiesta señales de debilidad, ni va a permitir que los trabajos se vayan "fuera del país". Algunos bienintencionados observadores están comparando los discursos de los candidatos e investigando las afirmaciones que se han realizado durante el debate. Pero se han alterado de un modo radical las reglas del juego. Ahora puede que ganar equivalga a perder.