En una ocasión vi llorar a un grupo de amigos en el aeropuerto JFK y me quedé observándolos un rato para tratar de averiguar el motivo de los llantos. Estaban despidiéndose, al parecer, "por última vez". De las palabras y expresiones que pronunciaban ("llámame", "nunca te olvides de nosotros", "nos veremos en vacaciones", "intenta estar en contacto") se podía deducir que las relaciones habían sido largas e intensas. Eran, por supuesto, muy jóvenes, de unos catorce o quince años. Yo había perdido el avión y tenía fiebre; me tocaba esperar unas cuantas horas hasta que saliera el siguiente vuelo y no hacía más que pasear por la terminal bajo los discutibles efectos del paracetamol, intentándome acomodar en algún banco con la intención de continuar leyendo un libro de Joseph Wambaugh, Hollywood Station, cuyo prólogo, escrito por James Ellroy, nunca olvidaré, porque una de sus frases -"las novelas de Wambaugh me salvaron la vida"- se quedó grabada en mi mente durante mucho tiempo.

A pesar de que intenté regresar a la lectura, no pude dejar de prestar atención a la escena hasta que esta culminó, cuando uno de ellos, el que se mudaba, cruzó el control de seguridad como quien traspasa una frontera, mientras los que se quedaban en tierra (dos chicos y una chica) seguían buscando una mirada de complicidad entre los agentes, siempre imperturbables, al tiempo que hacían ese típico gesto de "ya no hay vuelta atrás". Al salir, me fijé, esperaban los padres. Estos habían permanecido -prudentemente- al margen del pequeño drama de sus hijos, mirando sus relojes con inquietud, algo ansiosos por volver a sus rutinas, riéndose con la condescendencia propia del adulto y pensando probablemente en cuántos acontecimientos parecidos, y mucho peores, les quedaban a esos inocentes niños todavía por vivir, relativizando, en fin, la importancia de aquel tragicómico adiós adolescente.

Sin embargo, cuando se produjo el reencuentro familiar, para mi sorpresa, todos se abrazaron y comenzaron a llorar. Ni siquiera esperaron unos minutos a que alguien -joven o viejo- dijera una sola palabra: los padres eran incapaces de soportar el dolor desmedido, ahora ya no tan absurdo, que manifestaban sus hijos y, derramando las lágrimas a su lado, parecían volver a revivir sus propios sufrimientos prematuros. Estarían imaginándose, pensé, las veces que ellos mismos, en sus años mozos, se habían despedido de un amigo en un aeropuerto, o en una estación de tren, o en la esquina de una calle, o a la salida de un instituto, o en la puerta de un coche, o desde la ventana de una casa, mientras contemplaban un amanecer cualquiera o caía la noche del último verano, sabiendo que esa separación podía ser la definitiva. Lo difícil y terrible que les debió resultar entonces aquello. Cómo el mundo parecía terminar en ese mismo instante y cómo nadie parecía darse cuenta de la gravedad del asunto. Estarían lamentándose, me imaginé, de no poder explicarles a sus primogénitos la envidia y el orgullo que sentían al verlos llorar, pues ese sufrimiento revelaba que aún no habían descubierto el cinismo. Allí estaban los hijos sintiéndose solos e incomprendidos y los padres sintiéndose solos e incomprendidos con ellos.