Mantengo una atracción, tal vez malsana, por los asuntos relacionados con la escatología (entendido este término como conjunto de creencias y doctrinas referentes a la vida de ultratumba), atracción que comparten bastantes gallegos y, sospecho, muchas culturas que transan con los fastos mortuorios con una naturalidad que proviene de una larga tradición. A fin de cuentas, hacia la muerte vamos y que sea devagarciño.

En la Galicia de Fole y de Cunqueiro y de Otero Pedrayo los muertos entran y salen de las casas con familiaridad asombrosa; no sería extraño que al poner la mesa se colocase un plato en una esquina y se dejase vacío por si entra la abuela que murió hace veinte años y tiene gazuza. Y por citar otro ejemplo, en México, con distintos oropeles, no resulta muy diferente: basta con enredarse en Pedro Páramo de Rulfo para saber lo que es bueno (Malcolm Lowry, en un volumen titulado Detrás del volcán (sic), que recoge las cartas del escritor y su editor, se refiere a México como un país que tiene "una religión de la muerte"). Esa atracción que cité al principio me lleva a pasear por cementerios, a reparar en las lápidas de las tumbas y a sumergirme en la literatura de las esquelas (a propósito lo escribí: literatura: hay lápidas y esquelas que son géneros literarios).

Cada cual tiene sus manías. Los entierros amenazan con perder la solemnidad plañidera de antaño; no sé quién fue el primer muerto al que se le dedicó una ovación que jamás escucharía mientras transportaban su féretro; no sería extraño que fuese un torero (en los años alquitranados de ETA, las víctimas del terrorismo de esa chusma miserable eran aplaudidos por sus compañeros; en casos así, el postrer tributo está sobradamente justificado), algún personaje popular o alguien de reconocido prestigio. Sin embargo, como tenemos la misma facilidad para el insulto desorbitado que para el halago superfluo, aplaudir en dichas ceremonias como en un tablao flamenco ya resulta poco infrecuente; en fin, estamos hablando de una raza que no tiene empacho en ovacionar el aterrizaje de un avión o una puesta de sol aunque, en este último caso, el éxito de la imbecilidad se estiba más hacia el Mediterráneo turístico; afortunadamente, los del Atlántico, al menos de momento, asistimos a esos atardeceres con cierto recogimiento casi religioso y placer estético. ¿Será el último crepúsculo (¡alto ahí! Acabo de dar con un título para un superventas: El último crepúsculo) al que asisto? Veremos amanecer?, parecemos preguntarnos. Y acaso esperemos que la abuela para la que pusimos un plato en la mesa responda en voz baja desde el más allá: Si, meu fillo, verás, ti tranquilo que miro por ti.

En lo referente a las esquelas (algo acerca de ellas escribí en un artículo hace meses), que son un tributo al muerto y un recordatorio para que los amigos, conocidos y compañeros se enteren del fallecimiento y recen por el alma del difunto, se está cayendo en una corrección política preocupante. Si Julián Herbert decía que en el aire hay sobre todo oxígeno e hijos de puta, resulta chocante no encontrarse con una esquela que aluda a la segunda parte de la frase; entiendo que a lo mejor no es el lugar idóneo para ensañarse con el muerto pero tampoco es cuestión de loarlo como sacristanes turiferarios (aunque sea merecida esa alabanza, al hacerse pública, resulta indecente; debe permanecer en el ámbito de la familia y de los amigos).

Leyendas del tipo "quererte fue fácil, olvidarte imposible", "fuiste un esposo ejemplar y un padre único", "dejas un recuerdo en nosotros que será imperecedero", "tu resplandor seguirá iluminando nuestras vidas", me parecen alardes innecesarios; esas cosas, parodiando ligeramente el texto de la lápida de Ben Cho Shey en el cementerio ourensano de San Francisco, se dicen en vida o se callan. Es difícil encontrar una esquela que sea ecuánime con el fallecido, que no sólo haga hincapié en sus méritos; y, sin embargo, esas líneas escasas (y carísimas) pueden ser el escenario adecuado para la revancha y los ajustes de cuentas (no hay posibilidad de réplica). Casos se vieron, y más de uno, de hombres casados muertos sobre (o debajo, a saber) una amante o una prostituta que fallecieron con la bendición apostólica de su santidad (por mucha bula que uno tenga en casa enmarcada en el dormitorio resulta extravagante). Yo, que además de mi atracción insana por la escatología, soy una persona perversa, estoy deseando ver la esquela de uno de esos hijos de puta que citaba Herbert en la que la familia se explaye a su gusto, diciendo lo que realmente piensa de él, sin autocensurarse: "Fulanito, fuiste un padre de mierda, un esposo miserable y un hermano cabrón. Y además te olía el aliento". "Zutanita, gracias por habernos hecho la vida imposible, zorra. Ojalá recibas lo que mereces en el más allá, so mula". Porque si uno mira las esquelas, parece ser que sólo fallecen los buenos: siempre muere el mejor padre (o la mejor madre), el mejor esposo (esposa), el mejor hijo (hija) o el mejor amigo (amiga). Por más que busco en esas páginas de los periódicos no encuentro una esquela que me obligue a decirme "¡ahí está, una persona decente!" al leer, por ejemplo: "La familia comunica la muerte de Mengano y ruega que no se eleve ninguna oración por su alma podrida ya que nos hizo la vida insoportable a todos con una saña feroz y, naturalmente, no se celebrará funeral alguno por quien seguramente ya se consume con toda justicia en el fuego del infierno y que le den por saco al condenado". Es que si no aparece una esquela de ese calibre, yo empezaré a pensar que los hijos de puta son inmortales y que sólo la diñan los buenos, frase coloquial con ribetes repugnantes: "Siempre se van los mejores", que, además de falsa, es una descortesía porque el que la profiere delante de ti, sibilinamente, acaso sin darse cuenta, lo que está diciendo es algo como "ya podías haberte muerto tú, pobre infeliz, y no Zutano que era un tipo estupendo". En momentos así es cuando uno justifica los casos que recoge (e inventa) Max Aub en esa soberbia obrilla titulada Crímenes ejemplares, un manual de instrucciones que conviene tener a mano, como la aspirina.