Cuando uno tiene que cumplir sus compromisos con el periódico y no es capaz de hilvanar un artículo medianamente decente y como le avergüenza incurrir en una faena de aliño, repasa los libros que ha leído últimamente, las noticias que descubrió en los diarios, algo que vio en la televisión, las conversaciones que mantuvo, los acontecimientos de su vida y nada de ello le ayuda a pergeñar unas líneas no indignas ya que hay épocas infructuosas en las que la existencia parece un NODO gris mil veces visto (Franco inaugurando una central eléctrica -la más grande de Europa-, Franco entrando bajo palio en la catedral -la más imponente de Europa-, Franco pescando en el Azor un atún -el más gigantesco de Europa-, Franco jugando al golf en A Zapateira -el mejor putt de Europa, qué swing, Excelencia, qué swing, ni Jack Nicklaus, "cállate, Cristóbal, no seas empalagoso"-) o esas películas que reponen en televisión con frecuencia, Pretty Woman o Sor Citroën, que nos sabemos de memoria y a las que asistimos sin atención porque no tenemos nada mejor que hacer y recuerda aquella canción de Serrat, "pero hoy las musas han pasao de mí / andarán de vacaciones" y no se le ocurre nada pero, claro, el Nano en sus buenos tiempos hacía maravillas hasta sin ideas para hacerlas que es ahí donde estriba el talento y el oficio aunque el que trata de construir un artículo no indigno piense que en instantes así, infértiles, si la palabra existe (qué pereza mirarlo en el diccionario) lo más prudente, lo más sensato, es el silencio pero el periódico urge a uno a cumplir sus compromisos así que deja a un lado la novela El espíritu áspero, de Gonzalo Hidalgo Bayal, que lo tenía embebido desde hacía tres días, apaga el aparato de música en el que sonaba Satie y, pese a la lluvia, sale a la calle pensando que el sonido del aguacero para nada es inferior a la música del francés y que las palabras de Hidalgo Bayal tienen ese encanto fugaz pero intenso de la lluvia y camina por la ciudad desolada en medio de calles que se abaten hacia el río entre escorrentías por donde transcurren restos de nuestras vidas que van a dar al carajo, que es el morir, no sólo colillas o servilletas de papel, sino algo de lo que fuimos pero esas aparentes trascendencias tampoco sirven para sacar adelante un artículo así que el escribidor se dice que el mejor refugio para el desconsuelo es un bar y la mejor droga contra la agrafía es el vino y ahí lo tiene usted, al cobijo del burladero de la barra, un tanto extraño entre clientes a varios de los cuales conoce de vista y que le gastarán bromas ya consabidas y tan comunes como las películas arriba citadas que uno vio decenas de veces en la televisión en esas tardes aburridas que en ocasiones se cuelan en las biografías, pero en medio de esa fauna común siente un extraño vínculo con quienes, como él, se refugiaron en la tasca acaso porque, como él, no tienen nada que decir o nadie con quien hablar y ahora se acogen como náufragos en la isla del bar diciéndose cosas superficiales, chismes derrotados, chacotas mercenarias y el escriba piensa que ahí tiene a unos personajes que podrían dar de sí no sólo para un artículo sino para un relato y así se va sucediendo el atardecer, con una desasosegante rutina que le hace pensar que al final de su vida serán más intensos esos instantes anodinos que los paisajes que visitó, los libros que leyó o que los cuerpos que amó y eso le inflige una tristeza de carácter dudoso, una melancolía que suele arroparnos cuando visitamos un cementerio y de pronto parece que los muertos conservan algún parentesco con nosotros, acaso porque la muerte es la patria común de todos y como la amargura empieza a filtrarse por los ojos del escribidor, lo mejor es recurrir a otro vino que ayude recuperar el equilibrio, a mantener la esperanza cuando menos a media asta y en esas está nuestro hombre, mirando el alcohol que el tabernero escancia sin ritual alguno y tratando de sorprender en los contertulios una frase que sea una especie de dogma al que aferrarse para poder hilvanar un artículo medianamente digno y a través del ventanal ve caer la lluvia pero de la lluvia ya habló en otros artículos y aunque el asunto da de sí para numerosas páginas (repasa mentalmente las películas, las canciones, las novelas, los poemas que tienen a la lluvia como protagonista), ya lo sobajó lo suficiente y aunque le queda el recurso del silencio no se puede hacer, o al menos él no es capaz, un artículo con el silencio pese a la manida tentación de la página en blanco, maldita sea, recuerda de súbito aquella maldad atribuida a Borges según la cual, cuando le preguntaron al argentino qué le parecía la novela Cien años de soledad, respondió "está bien escrita pero le sobran ciento cincuenta años", al menos eso es lo que cuenta Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi, no está mal recurrir a esas boutades, a esas provocaciones elegantes, sutiles y crueles en las que incurría Jorge Luis Borges, sin ensañarse con el autor, sin caer en el esperpento del insulto personal, entonces pide otro vino que le conforte y a la vez estimule algún rinconcito del hipotálamo o del estómago de donde pueda extraer unas cuantas líneas, nada más que eso, pero hoy las cosas se tuercen y no existe una salida digna para cumplir con sus obligaciones así que, ya de perdidos, al río, se acomoda en la barra del bar, pide otro vino que comience a confundirlo definitivamente y escucha al tipo de al lado, que, sonriente, se acerca a él y le dice: ¿Te conté el chiste de la puta y el obispo? y aunque ya escuchó el chiste una docena de veces, menos, eso sí, de las que vio a Franco inaugurando centrales hidroeléctricas, contado por ese mismo fulano medio borracho, dice que no, que nunca se lo había contado y que haga el favor de soltarlo ya que hoy tiene muchas ganas de reír y pocas de enfrentar sus compromisos y fin, misión cumplida, coño.