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Personas, casos y cosas de ayer y de hoy

Encuentro con el espectro del galán de San Payo

Transcurre una noche horrible de un domingo de invierno de 1966 en Santiago de Compostela. Una noche oscura, de frío intenso, viento transversal y lluvia insufrible. Llueve como solamente lo hace en Compostela: de arriba abajo, de abajo arriba, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de adelante a atrás y de atrás a adelante. Camino en solitario, mientras trato de cubrirme, de forma inútil, con un paraguas con el que mantengo un violento forcejeo, tratando de evitar que voltee bajo el impulso del ventarrón. Mi marcha acusa cierto titubeo del que son causas la oscuridad, el viento, la lluvia, la irregularidad de las losas de piedra del suelo y, es posible, no sé, que demasiadas tazas de un ribeiro turbio, acaso adulterado. Precisamente acabo de tomar la última "cunca" en La cepa de la calle de la Algalia de Arriba, una de las tabernas que echan más tarde el cierre. Me dirijo a la plaza de la Quintana, también llamada Quintana de Muertos, pues fue lugar de enterramiento hasta 1780. Aún no he descendido la imponente escalera que le sirve de acceso por el norte. Estoy en la parte superior, antiguo nido de curiales denominado, en contraposición, Quintana de Vivos, exactamente en el rincón que forman la casa de la Parra y la puerta de iglesia de San Payo, antes de que se inicie el descomunal muro del Monasterio de San Payo de Antealtares que delimita a la plaza por el este. Dirijo mi mirada hacia la imagen degollada que preside la fachada del templo. Es la del San Payo, aquel niño martirizado en el año 925 en Córdoba, desmembrado mediante tenazas de hierro por no renunciar a su fe cristiana. Me impresiona pensar cómo su tío Hermoigio, obispo de Tuy, que también fue apresado con él pero después liberado, dejó rehén al muchacho y se negó a pagar el rescate que lo hubiese salvado. Suenan las doce de la noche en el reloj de la torre Berenguela. Cuando más distraído estoy, oigo unos pasos a los que dirijo mi atención y vislumbro una silueta, rodeada de un halo azulado. Avanza hacia mí. Lo hace de modo antinatural, con sensación de falta de gravedad, como si flotase sobre la lluvia de la Quintana. Al tenerla más cerca advierto que viste calzas y casaca azul oscuras. Aún más próxima, aunque sus rasgos no son muy definidos, percibo que se trata de un hombre joven, de estatura elevada. Su rostro no es de alegría ni de seriedad, es de dolor contraído y falto de animación. La visión me deja petrificado e inmediatamente recuerdo la historia del galán de la monja de San Payo. Cuando está ya casi al alcance de mi mano, con tono amenazante, voz caliente, vigorosa y sacudida, a la vez que timbre típico de ausencia, me impreca: "¿Por qué me miras, intruso? Apresura tu paso y lárgate, este es mi mí día y mi hora". Atemorizado, eso es lo que hago. Avanzo algunos pasos y cuando miro hacia atrás ya no veo al galán, pero mi visión está muy entorpecida por la lluvia y la escasa iluminación.

Al día siguiente, al despertarme en mi habitación de la Pensión Paredes, en la calle Galeras, después de haber dormido bastantes horas con tranquilidad y placidez, no acierto a saber si la visión espectral ha sido real o consecuencia de exceso de vino. Reflexiono y analizo con todo detalle la posible aparición. No llego a conclusiones, mis sentimientos oscilan entre la desilusión y la perplejidad. Hoy, al escribir esta historia, cuando han pasado cincuenta años, quisiera contarla con el mayor rigor posible pero, sin saber porqué, no consigo hacerlo. No puedo en absoluto dilucidar si aquello me sucedió, fue fruto de la imaginación pasada por vino o un sueño sin más. La crónica de lo que fue para mí un extraordinario e inquietante acontecimiento es tal como la he pasado. Sobre su veracidad mis lectores pueden formar su propio juicio.

Durante los días que siguieron al fantasmagórico suceso traté de analizarlo con frialdad y hablé sobre ello con algunos santiagueses de siempre. Cuando se lo conté a un viejo guía, hoy ya fallecido, su cara se tornó cadavérica y me confesó, con gran sigilo e imponiéndome silencio, que había visto y hablado con el espectro en varias ocasiones. El galán le había confiado sus penas y la decisión de escoger la vida animada para mantener la perpetua esperanza de encontrar el espíritu de su amada en el mundo de los vivos. Mas la confesión del anciano guía no era fidedigna pues era de los que, de forma habitual y en exceso, también aplacaba su sed en la Algalia de Arriba, concretamente en la taberna de "El Cuco", más conocida como "A Porcona", hasta el extremo de que a última hora del día le costaba conducir su propio cuerpo. Cuando el término alienígena aun no era conocido, él ya hablaba de muertos vivientes. Incluso, pese a que puso muchas reticencias, llegué a interrogar, a través del torno de la clausura del convento de San Payo, a una de las pocas monjas que allí quedan. Por su voz, de timbre senil, se diría que tenía avanzada edad y nada me confirmó ni negó.

La narración o leyenda cuenta como un peregrino, llamado Luis Vargas, que hacia el camino de Santiago, le cogió una noche de tormenta y pidió cobijo en una casa, donde fue acogido por el dueño y su hija Aurea María. Pronto el peregrino quedó prendado de la belleza de la joven y fue correspondido. Sin embargo, la joven por no disgustar a su padre, ya enfermo, cumplió una promesa previa y profesó en un convento como novicia, con el nombre de sor María de las Angustias. Luis, que nunca la olvidó, urdió un plan para llevársela y que escapase de la clausura a través de una ventana. José Filgueira Valverde, describe con gran acierto el episodio final del posible suceso, a modo de estampa, entre otros autores gallegos que él mismo cita, como Ramón Otero Pedrayo o Lamas Carvajal. Lo titula La monja de San Payo (en El libro de Santiago. Madrid: Ed. Nacional; 1948), con preciosas ilustraciones de J. Sesto. "Fue justamente esta ventana enrejada, la última del muro (del Monasterio de San Payo), la que se abrió a las dos y media de la noche del día 12 de mayo de 1833 para la última escena de una tragedia romántica. Abajo, en la plaza, el galán que aguarda impaciente, la aparición de la seducida. En lo alto, la ventana que se abre, la reja que cede, la desgraciada que se descuelga. El cuerpo que desciende, lento, que se desprende de la cuerda, gira inerte en el aire y se estrella. Después, este despojo abandonado sobre las losas y, a lo lejos, los pasos del galán que huye, enloquecido". Cuando tenía 22 años, Lamas Carvajal publicó, con el mismo título, La monja de San Payo (1871), su primera obra. Se trata de un poema ingenuo y de poca fortuna que dedica a un tío, hermano de su madre, el pintor Pedro Carvajales. En él podemos leer: "El momento era solemne. / La monja va descendiendo, /Sin duda desconociendo / El peligro que se ve; / Su amante que lo conoce, / Con dificultad respira / A cada instante que mira / De su adorada el vaivén. / Súbito falta la cuerda, / Y la monja exhala un grito / Conmovedor, infinito, /Doliente, desgarrador; /Rueda al abismo y su cuerpo / Al chocar en la caída / Con la piedra endurecida [?] Confuso, atónito el joven [...] Y duda de lo que ve / Pero pronto se persuade / De la realidad sombría / Cuando observa a Sor María / Tendida y muerta a sus pies".

En Ourense también se dio en caso de un fantasma, en la Plaza de la Magdalena, que también fue antes camposanto. Los lectores que me siguen sabrán de él, como yo también lo sé gracias a unas notas de mi tatarabuelo, Venancio Moreno Pablos, del que ya les he hablado (véase Faro de Vigo, 16.11.2014). Dentro de las similitudes, las diferencias entre las historias también son notables, pero su descripción no tiene hoy cabida y será motivo de otro suelto.

Realidad o fantasía, me sentí mal ante aquel suceso y más aún cuando, pese a que empeñé todo lo que pude mis pobres conocimientos, no pude aclararlo. Se trataba de algo que veía como material pero carecía de todo sentido lógico y racional. Una cosa es ver el pasado a través de la historia y otra es estar en el presente siendo del pasado. Damos por verdadero lo que conocemos, pero, por falta de conocimiento, tachamos como falso lo que no alcanzamos a comprender.

Para el fantasma del galán no se trataba de un viaje en el tiempo, que es propio de las cosas, sino que ha quedado suspendido en un periodo para poder esperar a su amada. Por decirlo así, ha corporizado su deseo.

Ya se sabe que hay cosas que existen y cosas que se sienten. Lo que se siente también puede existir y lo que existe puede generar dudas e incluso causar sentimientos contrapuestos. También es sabido que las percepciones pueden ser agudizadas por el alcohol en un primer nivel para después ser oscurecidas. ¿Cómo estaba uno en el momento de la aparición del espectro, si en realidad existió? Tengo la casi certeza de que lo vi, de que lo escuché y de que, cuando dejé de vislumbrarlo, no se fue, desapareció, dejó de estar. Pero todo para mí será siempre un misterio sin aclarar y, cuando pienso en él, recorre mi cuerpo un gran escalofrío, porque el suceso enfrenta lo inmaterial contra mi yo material. De las muchas veces que me he auto-interrogado, he obtenido fundadas sospechas de interpretación. Mas aún hoy estoy desorientado. Mis suposiciones de un tiempo han sido sustituidas por otras. Unas y otras demasiado fantásticas, y más influenciadas por mi estado de ánimo que por la certidumbre.

A mis lectores les recomiendo que no se crean esta narración que está a merced de mis recuerdos, distorsionados por los años, y a mi propia interpretación personal de la peripecia.

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