El periodo negro de la economía gallega parece, por fin, haber llegado a sus últimos días. Ha sido una etapa de parálisis, desempleo y recesión. Un tiempo de frustración y dolor. De desigualdad y más pobreza. Un tsunami que ha dejado demasiadas víctimas por el camino. Miles de personas en el paro, un carrusel de empresas cerradas, jóvenes talentos emigrados en busca de una oportunidad, más presión fiscal sobre los ciudadanos y prestaciones sociales menos universales o más caras. El paisaje ofrecía una imagen desoladora. Y aquellas noticias que podían alimentar cierta esperanza se percibían como visiones excéntricas propias de optimistas antropológicos o posiciones interesadas emanadas desde ámbitos políticos o sectores empresariales concretos. Su discurso decía una cosa y la realidad de la calle otra bien distinta. Pero ahora todos los datos -de organismos públicos, instituciones oficiales o entidades privadas- apuntan a una misma realidad: el país ha salido de la recesión y la economía gallega se mueve, avanza. La pregunta es si lo está haciendo en la dirección correcta y a la velocidad necesaria. Y la respuesta revela, entre otras cosas, que asistimos a una transformación tan profunda como silenciosa del paradigma productivo de la comunidad, similar a la que afronta el resto del país y el conjunto de economías desarrolladas, con no pocas incógnitas por despejar.

Los dos últimos informes conocidos esta misma semana proceden de Zona Franca y de Abanca. Aunque con puntos de vista y objetos de estudio muy diferentes, ambos se aproximaban a una misma conclusión: las cosas están mejor que antes, los agentes económicos y también los gobiernos han adoptado medidas correctoras útiles, pero, cuidado, porque el crecimiento todavía no tiene bases sólidas y queda un largo trecho de reformas, cambios y decisiones que recorrer si el país no quiere precipitarse de nuevo al negrísimo pozo de la crisis.

El informe Ardán de Zona Franca -que analiza la evolución de las cuentas de las 17.000 sociedades no financieras más importantes de Galicia- concluye que el futuro industrial de Galicia pasa por potenciar la actividad en aquellos segmentos con mayor valor añadido. Los autores del trabajo -los profesores Santiago Lago y Albino Prada- reconocen que la economía gallega avanza ya a niveles de precrisis pero avisan de que ha logrado relanzar su PIB con 120.000 personas ocupadas menos. Este dato proporciona sentimientos agridulces: por una parte demuestra la revolución silenciosa que han acometido buena parte de las empresas en pos de la eficiencia y la rentabilidad. Son capaces hoy de producir más y mejor con menos recursos humanos; pero, por otra, ha dejado fuera del mercado laboral a miles de trabajadores. Según los cálculos recogidos en el Ardán, la comunidad necesitará casi un lustro para recuperar el nivel de empleo que tenía en 2006.

Lago y Prada advierten de que la fortaleza que empieza a exhibir la actividad empresarial tiene otro lado oscuro: la desigualdad en el reparto de renta y el déficit del empleo de calidad. Los datos hechos públicos esta semana de la Encuesta de Población Activa, referidos al segundo trimestre del año, validan su análisis. Galicia tiene 4.900 desempleados menos que en marzo, con una tasa por debajo del 18%, pero todavía existen más de 75.000 hogares con todos sus miembros en el paro. La temporalidad en las contrataciones ha llegado para quedarse: entre marzo y junio se sumaron 13.300 asalariados nuevos en el mercado, pero solo uno de cada cuatro contratos tenía un carácter indefinido. Y menor renta se traduce en menos consumo, en una demanda interna más débil y en una ralentización económica, es decir, en paro. Y este círculo perverso tiene consecuencias funestas.

La precariedad en los contratos tiene también un efecto devastador sobre la caja de la Seguridad Social: su recaudación cae en Galicia en picado desde hace tres años pese a haber crecido los cotizantes en más de 20.000, con lo que la amenaza sobre la viabilidad sobre el actual sistema de pensiones es patente. Más empleo no significa, pues, más dinero a la caja común.

Probablemente Galicia haya pasado ya lo peor, sin embargo eso no garantiza un futuro despejado. Es verdad que la industria vinculada al motor -pese al dumping que practica el norte de Portugal- ha despegado; que el textil -con Inditex como gigante mundial- muestra una salud envidiable; que el turismo está comportándose con un brío hasta ahora desconocido; que el proceso de internacionalización de las grandes y medianas empresas es cada día más intenso; que las exportaciones crecen; que repunta tímidamente la inversión en I+D+i; que el emprendimiento empieza a dar sus frutos; que la financiación bancaria, aunque todavía a cuentagotas, vuelve a inyectar dinero a nuevos proyectos y a fortalecer otros en marcha... Todo ello es cierto, pero insuficiente.

Para alcanzar la generación de riqueza necesaria resulta imprescindible profundizar en cada uno de los elementos citados, así como potenciar y explorar otros nichos en los que Galicia puede mostrarse competente y eficaz. En eso los gallegos son expertos, con su ADN emprendedor, casi aventurero. Las empresas tienen la necesidad de crear bienes, productos y servicios atractivos y competitivos. En calidad y costes. Pero esta competitividad no pasa exclusivamente por la contención salarial y la precariedad laboral. Con esta única carta se pueda ganar alguna mano, pero es imposible conquistar la partida del bienestar.

Las administraciones tienen la obligación de forjar las mejores condiciones para generar y consolidar la riqueza; reducir sus farragosos trámites administraciones; ofrecer infraestructuras y medios modernos; ser ágiles y sensibles a las demandas de los actores económicos; contribuir desde el ámbito de la formación -ya sea universitaria o profesional- a suministrar los profesionales más capaces al mercado; ser aliados de los motores económicos y no frenos del crecimiento... Las empresas y los negocios demandan estabilidad, planes a largo plazo, sensatos y no improvisados; exigen confianza; el diseño de estrategias claras y atinadas en lugar de ocurrencias. Y en este terreno queda muchísimo por hacer. Es cierto que se han dado pasos, pero resultan aún insuficientes.

Tras demasiado tiempo fuera del circuito del crecimiento, la economía gallega ha logrado colocarse de nuevo en la vía. El tren está en marcha. Ha arrancado y es una buena noticia. Ahora es el momento de adquirir la velocidad y el rumbo adecuados. El destino no puede ser otro que el progreso y el bienestar de todos, cimentado sobre pilares firmes. Y el reto, de envergadura, exige altura de miras, objetivos claros, concretos y ambiciosos y esfuerzo común. Ese es el único remedio conocido para que la locomotora económica avance a la Alta Velocidad que Galicia necesita.