Las víctimas de la masacre sucedida en Orlando murieron porque eran gais, lesbianas, bisexuales o transexuales. Es decir, porque no eran heterosexuales. Conviene no olvidarlo. Este hecho, que parece diluirse en la oscura politización de la tragedia, se puede constatar fácilmente. Si una persona elige un club gay para ir a matar, al menos que el homicida desconozca el lugar donde se encuentra, lo más probable es que pretenda hacer daño a ese colectivo. No murieron por ser occidentales o estadounidenses. Ni por encontrarse en una zona de conflicto. El asesino, Omar Mateen, exhibió aquella noche un odio muy concreto y reconocible, nada extranjero, compartido además por muchos de nuestros reaccionarios. Obviar esta realidad, como hicieron Rick Scott, gobernador de Florida, o Paul Ryan, presidente de la Cámara de Representantes, quienes ni siquiera mencionaron a la comunidad LGBT en sus condenas del atentado, nos aleja del problema.

Desde el día en que se produjo el tiroteo hemos recibido una gran cantidad de información bastante imprecisa. Se ha publicado que Mateen, descrito como un "maltratador" y una "persona inestable", había acudido varias veces al Pulse, el local gay donde aconteció la matanza. No se sabe si con la intención de preparar su ataque o para disfrutar, como un cliente más, del ambiente del club. Solía utilizar, al parecer, aplicaciones de móvil de citas para gais. Tampoco se sabe con qué propósito. Un día, según su padre, vio a dos hombres besándose en el centro de Miami y "se enfadó mucho". Algunos medios aseguran que juró lealtad al ISIS, el cual se apresuró a reivindicar la autoría del atentado, el peor desde el 11 de septiembre, y el FBI lo interrogó en tres ocasiones en un periodo de tres años porque sospechaban que podría haberse convertido en un terrorista. Pero no lo detuvieron porque nunca desobedeció la ley y la Cuarta Enmienda de la Constitución impide que se arreste a un ciudadano sin causa probable.

Luego está el asunto de las armas. En un principio nos dijeron que Mateen había entrado en el club con el fusil AR-15, conocido como "el patrón oro para los asesinatos en masa" y utilizado también en masacres recientes (Sandy Hook, Colorado, Oregón y California). Ahora tenemos conocimiento de que el hombre usó el rifle de asalto Sig Sauer MCX, "un arma de fuego silenciosa como una MP5 y letal como una AK-47", en palabras de Nick Leghorn, editor de The Truth About Guns, una publicación digital especializada en armas. Aunque para algunos portavoces de la industria armamentística, la MCX no es más que "un rifle deportivo moderno". Mateen, que había estado en dos listas de vigilancia del gobierno, compró legalmente el rifle y la munición en una tienda cerca de su casa porque, al haberse eliminado el nombre del registro en el año 2014, pudo pasar sin problemas la verificación de antecedentes.

Esos datos, por supuesto, pueden variar a medida que avanza la investigación. Sí sabemos, empero, que esto fue un crimen de odio -homofobia- en el que se volvió a matar con un arma, adquirida sin dificultades, cuya única función posible es tratar de provocar el mayor número de bajas en una guerra. Desconocemos, sin embargo, los verdaderos motivos del asesino. Puede que fuera un fundamentalista convencido de su misión y obsesionado con los "pecados" de las víctimas o simplemente un hombre inseguro y atormentado, incapaz de aceptarse a sí mismo e inundado de unos prejuicios que jamás pudo superar. Puede que, seducido por el terrorismo publicitario, siguiera con enardecimiento las ejecuciones retransmitidas por televisión, imaginándose mientras las veía que, si se alistaba en un ejército mediático y sanguinario, algún día podría ser por fin un héroe para alguien. Igual se consideraba ya, en realidad, un soldado o un mártir, y por eso quiso (o no le hubiera importado) compartir la autoría con una organización terrorista extranjera, adhiriéndose a una causa que seguramente nunca comprendió, con la intención de proporcionarle a su deleznable crimen un significado. Pero él, por muchos esfuerzos que hiciera para atribuirse otro papel, o que otros se lo pretendan atribuir a posteriori para darle sentido a sus propias narrativas, nunca dejará de ser lo que fue: una lamentable y patética demostración de atraso.