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José Manuel Ponte

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José Manuel Ponte

Decadencia de los toros

Con el paso del tiempo las aficiones se van perdiendo. Por ejemplo, los toros. Hace años, bastantes, hubiera seguido la feria madrileña de San Isidro, que acaba de terminar, por las retransmisiones de televisión y las crónicas de los principales periódicos, un género que solía cultivar gente de buena pluma, como Antonio Díaz Cañabate en ABC, Joaquín Vidal en El País, o Javier Villán, que también es un buen poeta, en El Mundo. Y algo parecido hubiera hecho con la feria fallera de Valencia, allá por el mes de marzo, o la feria de abril en Sevilla, una vez cesan los fastos de la Semana Santa.

Pero el desinterés ha llegado hasta el punto de que este año no le eché ni un ojo a las crónicas de los principales periódicos y me limité, de vez en cuando, a enterarme del resultado de alguna corrida que otra leyendo el breve resumen que de las actuaciones de toros y toreros se hace al inicio de la información. A los toreros se les califica, entre paréntesis, de una forma literariamente muy económica pero también muy expresiva (pitos, silencio, ovación, vuelta al ruedo, oreja, dos orejas, dos orejas y rabo, y salida a hombros). Y a los toros, por su casta, su trapío, la nobleza de su embestida y su desempeño durante la lidia en la que se elogia de manera especial su comportamiento en el tercio de varas. Cuantas más veces acude a los caballos a recibir el castigo inmisericorde del picador, más reconocimientos merece el pobre bicho por parte de críticos y aficionados. En ocasiones excepcionales, al toro que destacó en el ruedo por su bravura se le perdona la vida y pasa a disfrutar el resto de su existencia ejerciendo de semental en una dehesa. Y por lo que pude leer a retazos no me perdí nada interesante. La serie de treinta y una corridas del ciclo isidril resultó un tostón de padre y muy señor mío, y salvo una actuación de José María Manzanares hijo y otra de David Mora, que salieron a hombros por la puerta grande, el resto fue un largo bostezo y mucho aire de abanico.

Tanto es así, que el personaje que más aplausos cosechó fue el Rey emérito, que acudió a la plaza en siete ocasiones y tiene entre el público de sombra una amplia nómina de partidarios de la monarquía. (La afición de los Borbones a los toros tiene una larga tradición. Recientemente, se ha recordado en los medios, no sin mala uva ,el dato de que Fernando VII, el mismo día que ordenó el cierre de la universidad, decretó también la apertura de una escuela taurina en Sevilla).

Al margen de estas disgresiones, lo cierto es que el desarrollo de la feria de San Isidro ha venido a confirmar la larga decadencia de un espectáculo que va perdiendo adeptos entre el público. Unos lo achacan a la falta de auténticas figuras entre los matadores (con la excepción de José Tomas) y otros, a la falta de casta de los toros. Aunque también abundan aquellos que señalan como factor fundamental un cambio positivo en la sensibilidad de la gente que no gusta de prácticas que considera innecesariamente crueles para con los animales. La polémica durará.

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