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Ilustres

Perdedores

Hay tal enfermiza (y quizá bendita) fascinación por los personajes perdedores en el mundo de la cultura y, concretamente, en la literatura que podíamos afirmar, con escaso margen de error, que la buena literatura se ocupa de la desdicha y la mala de la felicidad. Claro que habría que matizar con exactitud qué significa exactamente perdedores y me da una pereza horrible. Perdedores en su día fueron Kafka y Van Gogh, por citar dos ejemplos. La manida sentencia inaugural de Ana Karenina ("Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada") de Tólstoi acostumbra a ser una premisa sobre la que se sustenta buena parte de la literatura.

Este preliminar viene a cuento porque hace unas semanas leí un reportaje acerca de un ciclista que se había especializado durante años en convertirse en el farolillo rojo del Tour de Francia, con la misma dedicación, la misma entereza y el mismo planteamiento que podía emplear Eddy Mercks en ganar cinco veces la carrera francesa.

Por perversión o por carácter siempre he admirado a ese tipo de gente, al corredor que, sin ser descalificado por llegar fuera del control, era capaz de mantener una inteligente estrategia para ser el último de la carrera y pienso que merecía estar en el podio junto con los galardonados en París. Es cierto que nos atraen, en general, las figuras deportivas que se convirtieron en leyenda: Hinault, Anquetil, Indurain, pero en la memoria de este corazoncito que cualquier día hará pum, fabriqué una hornacina acogedora para otro tipo de ciclistas: el grandioso Poulidor que siempre llegaba detrás de Anquetil, Bugno a la estela de Miguelón (aunque, a la postre, Pou Pou y Gianni Bugno figuran en la lista de los grandes) y, sobre todo, para los gregarios, esos corredores grises que se retrasaban, bajaban hasta el coche del equipo, se abastecían de bebida y comida y volvían a ponerse en cabeza para satisfacer las exigencias y las necesidades de la estrella del equipo. Sin ellos no pocos desfallecimientos jalonarían la trayectoria de los grandes vencedores del Tour, del Giro, de la Vuelta a España. Son corredores que una vez facturado su gris papel, se rezagan al escalar un puerto y van dando bandazos de un lado a otro de la carretera y que alcanzan la meta exhaustos pero no derrotados, sabiendo que al día siguiente deberán llevar a cabo su trabajo de galeotes sin otro premio que eso tan lábil de "la satisfacción del deber cumplido". Los heroicos ciclistas de la sombra que pocas veces son citados en las crónicas deportivas.

Cualquiera de ellos es infinitamente mejor que Lance Armstrong que ahora reconoce, a destiempo, que resulta imposible ganar siete tours sin recurrir a sustancias dopantes; lo curioso que es, estando como estaba el ciclismo bajo sospecha, cuando más de uno nos atrevimos a decir eso, que el estadounidense iba ciego cada vez que acudía a Francia como el yonqui busca al camello, nos reprochaban nuestro chovinismo (a ti lo que te molesta es que bata el récord de Indurain) o nuestro desprecio por Estados Unidos (claro, como es de Estados Unidos y tú eres un rojo de mierda que cree que ese país es imperialista; si fuese un ruso no dirías lo mismo (¿?)).

La verdad es que desde los años ochenta, por lo menos, pongo en duda que ciclista alguno, ni el que gana la carrera ni el que abastece de bidones a su jefe de filas, no eche mano de algún suplemento extra para hacer frente a una prueba donde se pasa de los cien metros de altitud a los dos mil quinientos, donde durante tres semanas corres con treinta y ocho grados un día y al otro con diez, donde ruedas a la orilla del mar y en la siguiente etapa en una cumbre nevada. Es la misma esencia del ciclismo, que exige monstruosidades más allá del sentido común (como, en general, casi todas las disciplinas deportivas actuales) la que provoca que los deportistas recurran a lo que un médico sin entrañas ni conciencia ponga a su disposición.

Hace ya muchos años que alguien vinculado al mundo del ciclismo profetizó que un ganador de un Tour necesitaba tantas sustancias perjudiciales para el organismo, que sería raro que viviese más allá de los sesenta años. La gloria a tu alcance si cierras los ojos y no piensas en el futuro: la tentación es enorme. En cualquier actividad se forjan esos semidioses que viven a la sombra de los dioses y que sustentan las columnas del edificio.

Por perversión, como dije antes, cuando asisto a una final de la Liga de Campeones o Chámpions Li, no puedo dejar de pensar en el equipo vencido, en esos hombres que se sientan en el césped y lloran como niños mientras los triunfadores celebran la conquista de la Copa con la paletada del oeeeeé, oeeeeeé, oeeeé, oé. Que es que se me va al corazoncito del carajo a arropar al púgil que quedó tendido en la lona en tanto el árbitro levanta el brazo del ganador aunque éste haya sido el grandioso Muhammad Alí.

En la historia del fútbol deberían seguir existiendo unos premios a la deportividad como había antaño y que se otorgaban, por lo general, al delantero que tiraba un penalti fuera porque el árbitro se había equivocado al señalarlo o al futbolista que encaraba la portería rival y al ver que el portero en su salida se tropezaba y quedaba en el suelo mandaba el balón a la grada porque no quería aprovecharse del traspié del rival.

Sé que aún quedan futbolistas así que de vez en cuando hacen honor a la esencia del deporte; ese deporte hoy tan cargado de connotaciones económicas que es imposible imaginarse lo siguiente: una final de Liga de Campeones o Chámpions Li entre Real Madrid y Barcelona (bueno, imaginar a día de hoy al Real Madrid en una final de ese calibre es padecer algún tipo de desestructuración mental que acepto humildemente): empate a cero, último minuto. Por azares imprevisibles dictados por las leyes de la narrativa, en el minuto 92 (el árbitro ha descontado esos minutos de gracia), Cristiano Ronaldo se va solo hacia la portería contraria en la que Claudio Bravo está a la vez cagándose en su defensa por haber permitido la incursión del portugués y rezándole a San Judas Tadeo para que se le rompa la rodilla al delantero del Fly Emirates (perdón, Real Madrid). El portero del Qatar Airways (perdón: del Barça) pisa mal, da un paso en falso y se va al suelo; Cristiano lo evita y queda solo delante de la portería: sólo tiene que empujar el balón. En ese instante, se gira, observa a Claudio Bravo y decide que ésa no es forma de ganar, que por encima de la victoria está el honor. Y golpea la pelota hacia el córner.

En mi viejo corazoncito ya citado Cristiano Ronaldo dos Santos Aveiro sería un ser humano y no un gorila mostrando bíceps y abdominales ni una fiera grascitando como cuando le dieron el Balón de Oro o la Bota de Oro o lo que coño le diesen. Pasaría a la historia pero a esa historia oscura de los perdedores que sólo se mantiene en la mente de los estúpidos románticos como un servidor. Nadie de su equipo acudiría a felicitarlo; acaso ni siquiera los del Barcelona porque no entenderían la grandeza del gesto. En la prórroga gana el Barça y mientras lo celebran en el campo, Florentino Pérez (a) Il Capo baja al vestuario del Real Madrid con una documentación preparada por un bufete de abogados y le comunica a Ronaldo que se vaya a Funchal antes de que cambie de opinión y en vez de causas judiciales contrate a una panda de matones para que le parta las piernas, por gilipollas. Y uno piensa: ¡Benditos gilipollas, esas estrellas negras, la cara oculta de los éxitos deportivos!

Post Data: ¿Hay algo más hermoso que la entereza de un equipo de fútbol como Os Chaos, que jamás ganan ni empatan un partido, que pierden por goleada, que pueden llegar a final de temporada con cero goles a favor y dos centenares en contra y, pese a todo, siguen desde hace años, domingo a domingo, saltando al campo con orgullo? ¿Algo más heroicamente conmovedor que Eric Moussambani nadando los cien metros en Sídney en más de 1 minuto y 52 segundos como si buscase en la orilla una isla en la que asilarse? Pues ahí quería ir a parar después de tan largo artículo.

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