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Joaquín Rábago.

La civilización del coche

La reciente decisión del Ayuntamiento de la capital de España de restringir un fin de semana la entrada de vehículos y obligar a los no residentes a aparcar en el centro ante los picos de contaminación que se habían registrado causó la esperable polémica.

Seguramente, el anuncio a última del día anterior no llegó a los oídos de muchos conductores, que se mostraron sorprendidos por la medida y en muchos casos expresaron en voz alta su incomprensión y enojo.

Y, sin embargo, hace ya mucho tiempo que este Ayuntamiento y otros gobiernos municipales debían haber adoptado medidas restrictivas de la circulación de vehículos particulares por los centros urbanos como ocurre ya en otros países sin esperar a que, como ocurre por fortuna ahora, el viento o la lluvia mitiguen momentáneamente el problema.

Estamos demasiado acostumbrados como sociedad a desplazarnos en coche a todas partes y no hemos llegado aún, por lo que parece, a ese nivel de civilización en el que el vehículo de cuatro ruedas es visto muchas veces como un estorbo.

La industria del automóvil, fuertemente subvencionada por cierto con el dinero de todos los contribuyentes con el argumento de que crea empleo -también lo crea, por cierto, la industria de armamento-, trata de vendernos un sueño de libertad, la que proporcionaría el vehículo privado.

Un poco como aquel otro engañoso sueño de individualismo y rebeldía en medio de amplios espacios naturales que nos vendía la cancerígena industria del tabaco con el hombre de Marlboro.

Y es lícito preguntarse qué hay de libertad en el uso de un automóvil en el que muchos pasan horas todos los días para entrar o salir de la ciudad camino del trabajo, del centro comercial más próximo o de la urbanización en la que viven.

Nos vendieron un día un falso sueño de libertad y aire libre que se ha convertido para muchos en una diaria pesadilla, quieran o no reconocerlo.

Se ha querido muchas veces que viviésemos como en Estados Unidos, donde las ciudades pequeñas carecen de lo que aquí llamaríamos un centro urbano, una plaza pública, y los espacios de encuentro entre los ciudadanos se limitan a los "shopping centers", en los que el individuo es ante todo consumidor.

Y se ha privilegiado muchas veces el transporte particular sobre los colectivos o públicos, como ocurrió también en Estados Unidos, sobre todo en la costa Oeste, donde los tranvías y ferrocarriles fueron sustituidos en la primera mitad del siglo pasado por el automóvil por culpa no sólo de un determinado tipo de urbanismo sino también de las maniobras y presiones de empresas como la General Motors, Firestone o la Standard Oil.

En los países europeos más avanzados, pero también en las ciudades más progresistas de EE UU, se viene produciendo, sin embargo, desde hace tiempo un cambio de mentalidad, que por desgracia no parece haber llegado aún a nosotros.

Allí, donde hay una mayor conciencia del enorme daño que la civilización del coche está causando no sólo al planeta, sino también a la salud de quienes lo habitamos y a las futuras generaciones, vuelven a recuperarse los medios públicos, incluido el tranvía, el ferrocarril, pero también el más económico, ecológico y saludable medio de transporte: la bicicleta.

La usan en las ciudades del norte de Europa para sus diarios desplazamientos o como deporte lo mismo empleados de oficina que ministros o alcaldes, mujeres y hombres de todas las edades.

Pero, claro está, las ciudades tienen que adaptarse progresivamente a ese medio, y sobre todo los urbanitas, sobre todo aquí, han de cambiar de mentalidad y convencerse de que el coche particular ha dejado de ser un símbolo de estatus como era en la España del subdesarrollo.

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