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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Racistas sin fronteras

Empujadas por la horda de degolladores que domina ya gran parte de Siria e Irak, millones de personas huyen de ese espanto para buscar tierra de asilo en Europa. Llegan a las puertas del continente al grito de "¡Germany, Germany!", como si nadie les hubiese advertido de que el soñado paraíso alemán es en realidad un nido de neoconservadores y neoliberales incapaces de tratar bien siquiera a su propia población.

Quizá los sirios que llegan por oleadas tras el maremoto provocado por el Estado Islámico no hayan oído el consejo de los autodenominados progresistas europeos. Algunos de esos amantes del progreso invocan la necesidad de respetar al Islam e incluso a sus regímenes teocráticos porque así lo quiere Dios o, al menos, la "cultura" particular de esos pueblos. Pedir para ellos los viejos principios de libertad, igualdad y fraternidad sería un acto de intolerable colonialismo.

Racistas sin saberlo -como aquel personaje de Molière que se sorprendía de hablar en prosa-, los partidarios de la alianza de civilizaciones vienen a decir que ciertos pueblos se merecen vivir bajo la cultura que les es propia. La sharia o ley islámica, por ejemplo, en el caso de los que han nacido bajo un régimen de estricta observancia musulmana.

Lo que en modo alguno aceptarían para un europeo, les parece de lo más natural y conveniente para un árabe. Una cosa es que aquí no imaginemos siquiera la posibilidad de colgar a los gais de una grúa o reducir a las mujeres a la mera condición de ganado; y otra completamente distinta admitir esa situación para otros países bajo el principio de que hay que respetar las costumbres locales.

Sorprendentemente, los sirios e iraquíes que han salido de estampida hacia Europa no paran de desmentir a los miembros de esa curiosa oenegé de Racistas sin Fronteras. Los fugitivos del Califato podrían haber elegido Arabia Saudí o los opulentos emiratos petroleros del Golfo como refugio; pero no. Cada vez que alguien los empuja a salir de su país escogen extrañamente a las impías naciones europeas y, en particular, a Alemania, que es el colmo del capitalismo y la liberalidad en materia de costumbres.

Con esta inesperada elección les están creando un problema a sus países de destino, aunque lo cierto es que el drama se encuentra en el origen. Para ser exactos, en el triunfante avance del Estado Islámico, o Daesh, que poco a poco va devolviendo a la Edad Media unos territorios que apenas habían entrado en el siglo XX.

Las teocracias musulmanas nunca han sido fuente de grandes progresos ni alegrías para el resto del mundo, cierto es. Sátrapas como el sirio Al Assad o el ya derrocado Gadafi, en Libia, se bastarían por sí solos para llenar varios capítulos de la historia universal de la infamia.

Infelizmente, los bárbaros que luchan contra ellos son aún peores: y por extraño que parezca, han engordado gracias al apoyo de los gobiernos occidentales. Los americanos, por ejemplo, no dudaron en suministrar dinero, armas y rambos a los muyahidines de Bin Laden en Afganistán; o en derrocar al tirano Sadam Husein al que acaso se eche tanto de menos ahora en Irak.

De esos y otros desatinos procede la actual oleada de fugitivos del Islam que la vieja -e incorregible- Europa no sabe muy bien cómo atender ahora. Quizá Merkel debiera pedirles consejo a los partidarios de la alianza de civilizaciones. Como si hubiera más de una.

stylename="070_TXT_inf_01">anxel@arrakis.es

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