Unas semanas después de regresar a Aracataca, embarazada de ocho meses y con veintiún años cumplidos, el domingo 6 de marzo de 1927, a las nueve de la mañana, en medio de una tormenta poco habitual para esa época del año, Luisa dio a luz a un niño, Gabriel José García Márquez que acabaría convirtiéndose en uno de los más grandes escritores en español de todos los tiempos. El niño nació, como cuenta el biógrafo ingles Gerald Martin, con una vuelta de cordón alrededor del cuello y fue frotado con ron y salpicado con agua bendita para preservarle de cualquier percance. Ayer, en México, 87 años más tarde, Gabo o Gabito, para sus amigos y familiares cercanos, no pudo, sin embargo, esquivar la muerte, un hecho por encima de cualquier contingencia. El abandono de la memoria, cierta demencia, y un deterioro propio de la edad lo habían hecho recluirse. ¿Qué hace un escritor si no recuerda?

La gran novela de Gabo, "Cien años de soledad", es una sopa caribeña de recuerdos fundidos en el famoso realismo mágico. Metimos cuchara en esa marmita esperando encontrar lo que otros libros nos negaban. Allí efectivamente en aquellas páginas y ante nuestros ojos se desplegaba un mundo fantástico que nos empujó por el camino del asombro hacia una literatura tropical inspirada en un tipo de folletín enriquecido por la fuerza tempestuosa de las palabras y de las descripciones más imaginativas. Inmediatamente Macondo pasó a formar parte de esa geografía imaginaria de la ficción, como Yoknapatawpha, Comala o Santa María.

Gabriel García Márquez, como le sucede algunos de los lectores más fieles y mitómanos, ha sido un poco de todos esos lugares. Por afinidad a Faulkner, respeto a Rulfo y cariño por Onetti. Y también de la melancolía de Bogotá, cuando llegó a juntarse con los cachacos todavía vestido con el traje de dril blanco propio de los costeños. O cuando se encontraba recién llegado y perdido en aquel París lleno de bruma, frío y luces. O más tarde cuando le alcanzó la celebridad en Barcelona. Para encontrarse con el verdadero Gabo seguramente habría que hacer un viaje a la inversa de adelante hacia atrás como han preferido quienes lo conocieron en sus inicios, entre ellos Plinio Apuleyo Mendoza.

Son muchos, como es lógico, los que antepondrán en su muerte al gran escritor de un buen puñado de novelas, al autor de una serie de reportajes que valdrían para empapelar unas cuantas lecciones de periodismo, pero también serán bastantes los que no olviden que, refugiándose en el aura beatífica de la revolución, supo ser condescendiente con la dictadura castrista. Su deriva política hacia el delito de complicidad no impide, sin embargo, considerarlo uno de los más grandes. Los hombres pueden estar fatalmente equivocados y escribir como los dioses. En la literatura ocurre con frecuencia, incluso cuando se trata de juzgar a autores humanamente despreciables, como es el caso de Celine. ¿Qué otra consideración nos empujaría si no es así a abrazar "Viaje al fin de la noche" como una de las mejores novelas del siglo XX?

"Cien años de soledad", "Crónica de una muerte anunciada", "El otoño del patriarca", etcétera, son novelas armadas por el gran recuerdo de la imaginación y la capacidad inmensa de fabular de un escritor titánico, y permanecerán ancladas en la gran memoria universal. Pasarán los años y seguirán moviendo montañas, incluso vocaciones. Queda la fuerza embriagadora de la literatura del hombre desorientado y desmemoriado que ayer murió en México a la edad de 87 años y que rociaron con ron al nacer. Por algo más, creo yo, que para librarlo de cualquier percance.