La polémica está servida. La pregunta acerca de si el obelisco que luce en la plaza parisina de la Concorde debe volver a Luxor -de donde procede- o no ha planteado de nuevo las dudas acerca del sentido de los grandes museos. Es evidente que ninguno de ellos, ni el Louvre de París, ni el Prado de Madrid, ni el British de Londres, por limitar a tres los ejemplos, existirían si sólo debiesen contener las piezas que proceden de esas ciudades. El londinense y el parisino están en especial bajo lupa porque sus mayores tesoros proceden del expolio. Que éste quedase justificado, como es el caso de los frisos del Partenón porque el templo griego había sido convertido en polvorín y quedaba amenazado de destrucción total, es como mínimo asunto de controversia: más perdieron los griegos con el traslado de esas piezas que jamás se vio como provisional en tanto que durase el conflicto.

Pero la cuestión de fondo es la de si han de existir o no los museos que suponen hoy verdaderos tabernáculos de lo mejor del arte de la humanidad. Siendo así que su presencia sólo se justifica acumulando obras que proceden de una multitud de lugares que se quedan sin ellas, la verdadera duda es de carácter utilitarista: ¿cómo se obtiene el beneficio mayor para la máxima cantidad posible de visitantes?

Como es natural, esa pregunta no puede responderse con las estadísticas de visita de los museos. En cada obra de arte hay toda una magia que se desprende de su autenticidad. No es ni por asomo igual el contemplar el Guernica de Picasso que hacer lo mismo con una copia exacta. Por idéntica razón resulta del todo distinto ver una obra dentro de su contexto, en el lugar en que fue concebida y puesta a disposición del espectador. Ni el Partenón es el que era cuando tenía sus frisos en el lugar de origen, ni verlos en el British Museum proporciona el escalofrío que espera al visitante de la Acrópolis. Sin embargo, a medida que ese espacio original se vuelve remoto e inaccesible sus virtudes entran en conflicto. Si la posibilidad que tiene el espectador de llegar hasta la obra disminuye hasta volverse minúscula, el valor del emplazamiento cae en picado. Altamira es una buena referencia.

Hace mucho tiempo que la paleoantropología ha resuelto el problema. Los fósiles son del país en el que fueron encontrados y allí han de permanecer; es algo que se da por supuesto y asumido, incluso si los museos que los albergan resultan ineficaces. Pero en otros casos las cosas no están tan claras y el de los cuadros es el ejemplo mejor. Poder contemplar el desarrollo de la obra de un pintor genial exige la descontextualización de sus lienzos. Y, aun así, resultaría un sacrilegio incluso laico el sacar la Capilla Sixtina del Vaticano y llevarla a Nueva York. Ni yo mismo sé dónde queda la frontera que obligaría a devolver las piezas. Tampoco parece que tenga nadie la solución capaz de evitar el que nos quedemos sin esos museos que adoramos.