En el reciente funeral de la muy llorada Cristina Barreras, que la tierra le sea leve, me vino a la memoria que había principiado su trayectoria profesional en "Novecento", emblemática galería de arte nacida del ímpetu creativo de Pipo Gómez-Aller en los años vitalistas e ingenuos de los primeros tanteos democráticos.

Hay como una ingratitud aldeano-galleguista, sí, en el olvido de la aportación cultural innovadora, refrescante y atrevida, que Pipo y su mujer, Valerie, desparramaron Vigo adelante cuando aquí solo se escuchaban los sincopados estruendos de la movida metálica, encocada y pastillera, de la que queda hoy, marchita y pedigüeña, mucho tocino en la cintura, halitosis en el alma de la intelectualidad en manguitos y rencor contra el mundo por haberle cortado las alas, esto es, las subvenciones.

Aún no había despuntado por el horizonte el sol golfo de la democracia faldicorta pidiendo guerra en la libertad canfurneira, que dicen los de Ferrol. Por aquellos años, José Vázquez-Ulloa y este que aquí tenéis proyectamos ir andando a la India siguiendo los meditativos pasos de Lanza del Vasto, previa parada en Grecia para sentir in situ las reminiscencias literarias que la lectura de "El coloso de Marusi", de la autoría del inclasificable Henry Miller, había soplado en los aventureros corazones de dos chicos de provincias. En realidad, los cuerpos voluptuosos de las germanas, horneados al fuego del verano como el pan cálido de la mañana, la falta de dinero, el aburguesamiento pusilánime mamado en una atroz educación y otras carencias de nuestra inmadura personalidad nos detuvieron antes de alcanzar Marusi. Eso sí, hasta allí todo el trayecto, o casi, lo hicimos a pie. Pero Pipo nos había adelantado por la izquierda en un Citroën 2CV desembarcando en Israel empopado por la inconsciencia apasionada de participar en un rally a Kabul. Ahí queda eso.

De Kabul no trajo Pipo un harem embozado porque no cabía en el 2CV pero, poco después, habiendo cursado Periodismo y Ciencias Políticas en Madrid, se instaló en Vigo con Valerie Healy, culta, adelantada irlandesa de férvida sangre vikinga que vale más que un tren de afganas. De aquella en Vigo solo hablaban inglés correctamente media docena de personas, de las cuales, tres escoceses de Zeltia. Valerie puso academia y aunque simplemente fuera por ello, por el enjambrazón lingüístico que tanto ayudó a abrir mercados, a cerrar contratos, a preparar viajes de perfeccionamiento, merecería un denso respeto de esta ciudad fenicia y olvidadiza para todo lo que no sea oliñas veñen e van y veña viño veñan sardiñas. A Valerie todos la hemos amado un poco desde lejos, con temblor de no poder pronunciar correctamente ante ella serendipity, y yo un poco más habida cuenta que su escuela de idiomas estaba justo debajo del despacho de mi padre, en Marqués de Valladares, al lado do moraba asimismo el grandísimo Francisco Pablos, otro bastión cultural injustamente olvidado por no ser de la fratría patriotera.

En la estampida bohemia, aprontando los recursos necesarios al mecenazgo artístico, Pipo arropó, entre otros artistas, al inolvidable Oliveira, escultor de prodigios equinos y elegancia lusitana que, cachimba en ristre, seducía mujeres y tiraba la plata a ráfagas como un pistolero juerguista salvas al piano del salón. Concluida la etapa, alocada y a contracorriente, Gómez-Aller se centró en su profesión primera, la de periodista, cabalgando de nuevo ideas tan atrevidas como innovadoras al abrir una de las primeras páginas webs dedicadas a Vigo. Con razón a veces, y otras no tanta, Pipo usó su página, temida y deseada, para impartir una especie de justicia local en la que no todo el mundo ha salido siempre bien parado. Como ya es mayorcito para arreglárselas por su cuenta no voy a asumir la defensa frente a tirios y troyanos pero quede dicho en su descargo que recientemente han querido comprarle la plataforma digital, por una cantidad que produce sudores, y se negó sospechando que pudieran utilizarla más con fines privativos que como vector de información centrado en la explotación de sinergias viguesas. Así es Pipo, auténtico, solitario, intransigente. También injusto y un poco malvado, cuando cuadra; moralmente único, siempre.

Medio en broma, medio en serio, con copas y tal, lo amenacé hace unos días con organizar un revival culterano en su honor en plan de imponerle alguna laureada no pensionada. Me respondió por derecho, a lo Oteiza, que no quería ensuciar su trabajado currículo de marginal como si fuera un vulgar triunfito.

Ahora Valerie y Pipo viven en un zulo blasonado que mira hacia Tui. En ese retiro naturista Pipo ha adoptado como animal totémico el erizo común -Erinaceus europaeus- bicho que se le parece en lo tímido, solitario y entrañable pero también en las cerdas picudas y dolorosas que lanza con bravura a la grey enemiga. En algunas mañanas del invierno gallego, ventoso y macho, si la freza aún no ha devuelto al mar las deliciosas huevas de los otros erizos -Paracentrotus lividus- Pipo y servidor nos sentamos en los roqueños contrafuertes de Monteferro, los pies casi en el agua mientras Valerie corrige exámenes de Cambridge, pertrechados contra la inclemencia con mucha amistad, mucho Lagavulin, un par de tijeras de podar y sendas cucharillas de plata. A medida que los erizos y el Lagavulin van bajando nosotros ascendemos a más profundo. Y solemos dar en hablar de las abejas.

Porque las abejas, Apis mellifera, encarnan simbólicamente el paso crucial de la naturaleza a la cultura, el enlace entre lo salvaje y lo doméstico. En un registro mitológico profundo la abeja se identifica a la humanidad, ambas unidas en un destino común. Proudhon encontró en el enjambre el ideal anarquista de una sociedad sin poder dominante, organizada espontáneamente por el sentido de la responsabilidad individual y el destino colectivo. Pero mucho antes, Bernard de Mandeville -"Fable des abeilles" (1705)- auscultó sus vicios y virtudes. Y es que, si bien se mira, la coraza social de las abejas, como la de los humanos, está tejida con múltiples defectos.