No, así no. Así no podemos seguir. Ésa no es la Europa que diseñaron otros políticos con mucho mayor sentido de su responsabilidad ante la historia que los dirigentes miopes que ahora nos toca soportar.

Eran personas que habían vivido la última guerra y visto el campo de ruinas en que había quedado reducido un continente por culpa de una ideología nacionalista y genocida, votada por un pueblo que, en su delirio, llegó a creerse superior a los demás.

Aquellos gobernantes responsables idearon una Europa de la que pudieran quedar desterrados para siempre los odios y ambiciones nacionalistas que tan desastrosos habían sido en el pasado, una Europa de la que las siguientes generaciones pudieran sentirse orgullosas.

Soñaron aquellos padres de la Unión una Europa de los pueblos y tomaron medidas para que las nuevas generaciones, pese a hablar distintas lenguas -lo cual era visto como una riqueza cultural y no un hándicap económico- aprendieran a trabajar juntas en lugar de mirarse siempre con recelo.

Y parecía que lo hubiesen logrado. Los jóvenes alemanes, franceses, británicos, holandeses, italianos, griegos o españoles comenzaron a viajar, a estudiar en universidades de países distintos de los suyos, a intercambiar experiencias e ideas, y, en definitiva, a conocerse mejor que no lo habían hecho los de generaciones anteriores.

Pero cayó el muro de Berlín, se unificó por fin un continente que las ideologías habían mantenido dividido, y la Europa soñada por Monnet, por Schuman, Adenauer y De Gasperi, la Europa de la economía social de mercado, que había sido en la posguerra motor de prosperidad y desarrollo, empezó a ceder ante el brutal empuje de un neoliberalismo que vio de pronto cómo se derribaban todos los diques que hasta entonces habían podido oponérsele.

Se comenzó así a desmantelar el Estado del bienestar con el pretexto de que había que ser más competitivos, se dejó que los poderes financieros camparan por sus respetos, mientras se creaba una unión monetaria que debía facilitar los contactos e intercambios comerciales, pero que, como está cada vez más claro, deja sin margen de maniobra a los países periféricos mientras beneficia al país central de Europa: una Alemania que vuelve a dominar al resto, aunque esta vez sea con métodos pacíficos.

Y los ciudadanos ven una y otra vez cómo en una Bruselas que debía serles próxima, pero parece cada día más lejana, se toman decisiones que los perjudican, cómo se sustraen las medidas que allí se adoptan al control y fiscalización de los Parlamentos nacionales, y cómo Gobiernos como el nuestro se niegan a dar explicaciones o, cuando se dignan a hablar, es para repetir como papagayos eso tan falso como manido de que "no hay alternativa".

Esos ciudadanos ven un día sí y otro también cómo la banca, culpable directa de lo sucedido por su codicia e irresponsabilidad crediticia, aunque no menos que los gobernantes que toleraron que se llegara a esa situación, es rescatada una y otra vez con dinero público o de los depositantes, como se pretende en Chipre.

No es esa la Europa que soñaron muchos: una Europa democrática, humanista y solidaria. Es la Europa de los peores egoísmos, del deterioro de todo lo público, de una redistribución brutal de la riqueza que aumenta cada vez más la brecha social. Una Europa del "sálvese quien pueda". Terreno abonado para futuros demagogos. Así no podemos seguir.