Tenemos la generación mejor formada de la historia y un paro juvenil sin precedentes o estamos perdiendo la generación más preparada que nunca ha habido. Son frases, a modo de estribillo, mantra o morna caboverdiana, que se escuchan a padres, profesores y agentes sociales sin excepción.

En efecto, nunca como ahora ha habido tantos titulados superiores en España. Nunca tantos niños y adolescentes han viajado al extranjero a temporadas de convivencia y aprendizaje de los distintos idiomas, sobre todo el inglés. Nunca se ha enfocado tanto la enseñanza hacia la globalización, es decir, a adiestrar a los jóvenes para competir en un mercado internacional, en el que el manejo de las lenguas y de las nuevas tecnologías son elementos imprescindibles.

Competir es el vocablo tótem de los nuevos tiempos, hacia el que está encauzado el aprendizaje, el caudal de conocimientos que caracteriza a esta camada.

Con criterios objetivos se puede afirmar que disponemos de una fuerza intelectual como no ha habido otra, capaz de afrontar los retos laborales a todos los niveles.

¿Pero si la formación es un bien "per se", intrínseco, por qué no surte efectos inmediatos y es, por el contrario, la actual generación la que más paro registra?

Parece una contradicción. Y requiere un análisis, aunque sea somero.

En términos lógicos, preparación y empleo no funcionan como causa y efecto. La premisa de la generación mejor formada de la historia es válida en el ámbito del conocimiento. Para que surta efectos laborales tiene que aliarse con otros ingredientes distintos al título académico.

Las generaciones anteriores, de la posguerra y siguiente, carecían de tanta titulación y habilidades, pero poseían otros valores. Por ejemplo, la actitud ante la vida. Estaban avezadas al esfuerzo, al sacrificio, a sacar rendimiento de las oportunidades. Buscaban trabajo donde fuera -tampoco abundaba-, y practicaban el pluriempleo, sin importarles los horarios. Eran generaciones austeras y con una decisión irrefrenable de independizarse de la familia.

Cursar una carrera superior no estaba al alcance de todos -eran contadas las universidades en los años cincuenta a setenta- y sólo los privilegiados hacían prácticas en el extranjero. Salir del país no era un castigo sino una envidiable oportunidad profesional.

La actual es una generación mimada, que en ocasiones desprecia empleos que no estima a la altura de su orla, porque los considera una humillación. Es dependiente en demasía. Nunca hubo tantos jóvenes de veinte, treinta y más años en casa de sus padres. Así se forma lo que los psicólogos llaman la generación Peter Pan, infantilizada, acomodaticia, que reclama derechos y abdica de las obligaciones.

En fin, es la juventud del botellón, que se ha hecho costumbre. Y aunque las extrapolaciones sean improcedentes, bueno es recordar que en una reciente entrega de diplomas a los mejores expedientes universitarios, se dijo que no hay excelencia sin esfuerzo y que la mayoría de los premiados no hacen botellón.

Obras son amores. La generación de la que también forman parte quienes fracasan en la escuela -batimos récords en la UE- y el medio millón de jóvenes en paro que no acabaron la ESO, tiene que demostrar con hechos de qué es capaz. El Plan de Empleo Juvenil que propone el Gobierno para incentivar el emprendimiento y el trabajo de los jóvenes es una oportunidad.

Pero esta juventud tan alabada no saldrá del estado de postración si no toma la iniciativa y recupera los valores de pasadas generaciones, peor preparadas, con menos máster, pero psíquicamente más fuertes. Las que ignoraban la depresión o la veían como una enfermedad rara.